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SILLÓN DE OREJAS

Devorando libros (nuevos y viejos)

La producción de títulos se dispara en un 10% en el primer trimestre de 2014 con relación a 2013

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

Leo el estupendo poema ‘Librería de viejo’, incluido en Mi séquito silencioso (Vaso Roto; bilingüe, traducción de Antonio Albors), de Charles Simic, un imprescindible jalón en la carrera del que me sigue pareciendo uno de los mayores poetas norteamericanos (aunque nació en Belgrado) de los últimos cincuenta años. El poemario fue publicado originalmente en 2005, quince años después de que su autor obtuviera finalmente el Pulitzer (había sido finalista en 1986 y 1987) por El mundo no se acaba (Vaso Roto; bilingüe, traducción de Jordi Doce), pero los seguidores de Simic encontrarán en él las mismas familiares atmósferas vagamente ominosas, la imaginería epigonalmente surrealista, la árida melancolía de quien aprendió que la ironía es más eficaz que el sentimentalismo, el humor destilado desde la memoria y el exilio. Pienso en ese sujeto autobiográfico del poema que hojea libros usados, que se detiene en una novela en la que dos amantes se cogen de las manos, en un libro de cocina al que le falta una receta, en las memorias de alguien que fue feliz de niño (sí: al parecer hubo quienes lo lograron), en una antigua guía de Egipto entre cuyas páginas quizá se conserve arena del desierto que su antiguo propietario recorrió, tal vez deslumbrado por la soledad y la luz y el deseo de huir. Pienso, más allá del poema, en las orgullosamente supervivientes librerías de viejo, que ofrecen con obstinación arqueológica, como de otro mundo, lo que ya no se puede encontrar en las nuevas: libros que nadie volverá nunca a publicar, vestigios para siempre póstumos de la bendita y fecunda era de Gutenberg. Pienso también en las que los libreros “de viejo” llaman —con una punta de orgullo o, quizá, de antiguo resentimiento— librerías “de nuevo”: marzo ha sido para ellas un mensis terribilis, tanto peor cuanto más inesperado. Y, sin embargo, y desafiando toda lógica (quizá se trate de un modo arriesgado de conjurar las escasas ventas), la producción se dispara: en el primer trimestre de 2014 se han solicitado un 10% más de ISBN que en igual periodo de 2013. Y apunto un par de datos significativos: disminuyen en un 31% los que corresponden a la ficción, y aumentan en un 19% los infantiles y juveniles. Claro que, mientras los libros dormitan en los anaqueles de las librerías, o emprenden humillados e invendidos el viaje de vuelta a los almacenes, quizá lo que se esté poniendo en cuestión sea la misma noción de “devorar” referida a los libros. La antigua metáfora, que denotaba la urgencia lectora de dejarse arrastrar por una historia apasionante, regresa a su desnudo referente: si sigue aumentando la penuria de los más desfavorecidos gracias a la política económica de este Gobierno que parece eterno (“cada minuto es un año / es un siglo cada instante”, exclama un personaje en El médico de su honra), los más pobres van a tener que comerse los libros que encuentren en su casa, cocinándolos como Charlot hacía con sus botas en la inolvidable La quimera del oro(1925; recuérdese la escena en YouTube). Supongo que habrá a quien le aproveche.

Sendak

No olviden a sus niños (sin acepción de género). Y no me refiero solo a los suyos de propiedad o parentesco (“que bien está hacer niños, pero qué iniquidad es tenerlos”, afirmaba Sartre en Las palabras), sino a todos los niños que conocen y ven a diario, a los de sus amigos, a los de los vecinos. Piensen en cuánto les gustaría volver a ser como ellos para poder descubrir a través de las historias imaginadas por otros un mundo del que (ustedes) ya están de vuelta. Pásense por las librerías y recorran la sección infantil: encontrarán maravillas que les harán añorar un tiempo al que —ay— no podemos regresar si no es vicariamente. Libros de todas clases para toda clase de niños, como La cocina de noche (Kalandraka; publicado en “las cinco lenguas peninsulares”), el clásico de Maurice Sendak (1928-2012) traducido al castellano por el editor Miguel Azaola, a quien, por cierto, sus amigos denominan el “emperador de Northcote Road” por la calle londinense en que transcurre su voluntario exilio. Sendak publicó su segunda obra maestra (la primera fue Donde viven los monstruos, también reeditada por Kalandraka) en 1970, consiguiendo rápidamente un espectacular éxito que debió mucho más al entusiasmo de sus destinatarios (los niños) que al de los educadores y padres, que no siempre entendieron el vuelco que el genial autor e ilustrador estaba dando a la literatura infantil. Cuesta mucho entender, a estas alturas del siglo XXI, que el libro siga aún censurado, vetado o cuestionado (challenged) en numerosas bibliotecas públicas y escolares de Estados Unidos, a cuenta del desnudo del pequeño Miguel, cuya dibujada colita ha llegado a ser tachada con rotulador u oculta bajo cinta adhesiva opaca por los eternos y enfermizos defensores de la moral. Pese a todo, el cuento, en cuyas ilustraciones Sendak atestigua el magisterio del gran Winsor McCay, sigue funcionando como una estupenda historia onírica en la que tres reposteros que parecen clones de Oliver Hardy elaboran el más sabroso pastel que cualquier niño haya imaginado. Kalandraka, que no para de acumular premios y menciones a su labor editorial, se propone reeditar este año lo más importante de la obra de Sendak.

Macabro

Ni yo ni mis compañerosde clase de los Sagrados Corazones tendríamos por aquel entonces más de diez o doce años, pero al chamán fascistoide y preconciliar que dirigía los ejercicios espirituales “para niños” de aquella Cuaresma lejana, tal circunstancia cronológica no le podía traer más al fresco. Ni corto ni perezoso, explicó a su joven y electrizada audiencia el modo en que miríadas de repugnantes larvas y gusanos se cebaban en los entresijos mortales de una frívola dama que, habiendo olvidado que su cuerpo era solo de Dios, había cifrado su felicidad tan solo en el placer más mundano: vanidad de vanidades y todo vanidad. La descripción ponía nuestros jóvenes pelos de punta, propiciando aterrorizadas noches en blanco en las que la menor sensación cutánea podía significar la presencia de una larva insidiosa y prematura. He recordado esa parte siniestra de mi educación religiosa y sentimental leyendo ¡Viva la muerte! (Marcial Pons), un ensayo de Rafael Núñez Florencio y Elena Núñez González en torno a la persistencia de lo macabro en la cultura española: desde las medievales danzas de la muerte a las naturalezas más que muertas (y que parecen heder) de Valdés Leal, pasando por los poemas metafísicos de Quevedo (“morir vivo es la última cordura”, decía uno de nuestros más conspicuos estoicos) o por la pasión suicida de los románticos, hasta llegar a esa apoteosis de la celebración de la muerte que logra su mejor expresión en el estúpido y necrófilo grito lanzado (Salamanca, 1936) por el mutilado Millán Astray, y del que toma título este libro singular. Rituales, ceremonias, etiqueta social y lenguaje coloquial reflejan y denuncian nuestra particular relación con lo macabro, incluyendo esos destellos geniales de humor negro que siempre han contribuido a exorcizar el espanto.

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