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crítica | quay d'orsay
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Problemas de lenguaje

Es desalentador que Tavernier crea que con bruscos movimientos de cámara y cándidos usos de pantalla partida bastaba

Thierry Lhermitte, en la película.
Thierry Lhermitte, en la película.

En el díptico Quai d’Orsay. Crónicas diplomáticas, Christophe Blain (guion y dibujo) y Abel Lanzac (coguionista) contaron las peripecias del desventurado Arthur Vlaminck como redactor de discursos en un Ministerio de Asuntos Exteriores dominado por la figura de Alesandre Taillard de Vorms, afortunada contrafigura de Dominique de Villepin. Más allá de su dimensión de roman à clef, el trabajo se erigía en sátira de alcance universal sobre las trampas de un lenguaje político entendido como bloqueo de toda acción y sumidero de toda ideología.

Después de que Pierre Schoeller ya tuviese en cuenta los álbumes de Quay d'Orsay como referencia para su compleja y heterodoxa El ejercicio del poder (2011), Bertrand Tavernier propone ahora la adaptación de la primera entrega —con puntuales apropiaciones de la segunda— y, al igual que parte de su reparto, parece haber entendido, como le ocurre a Vlaminck en la ficción, que todo se reduce a un problema de lenguaje. Lo cuestionable es la solución, ingenua e insuficiente, que propone para dicho problema.

CRÓNICAS DIPLOMÁTICAS. QUAI D’ORSAY

Dirección: Bertrand Tavernier.

Intérpretes: Thierry Lhermitte, Raphaël Personnaz, Niels Arestrup.

Género: comedia. Francia, 2013.

Duración: 110 minutos.

En la piel del ministro que juega al recorta y pega con Heráclito y considera que los rotuladores fluorescentes son su mejor aliado, Thierry Lhermitte ha destilado en eficaz lenguaje corporal, con algo de la energía psicótica de Louis de Funès, el dinamismo de ese personaje cuya movilidad constante determinaba la planificación de cada página. Niels Arestrup contrapone un estoico sosiego tenso para completar la pareja clown en su papel del director de gabinete.

Lo desalentador es que Tavernier haya creído que con bruscos movimientos de cámara y cándidos usos de pantalla partida bastaba para convertir en forma cinematográfica la elocuencia y la gracia de las páginas de Blain: pararse a pensar lo que habría hecho Lubitsch con los papeles que cada irrupción del ministro levanta por los aires sólo acrecienta la decepción. Y la subtrama de los inmigrantes, que aplica una pincelada de redención al ministro, es pura ortopedia narrativa.

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