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SILLÓN DE OREJAS

Limpia, fija y elimina con fruición

En un ataque de furor lexicida, los académicos han suprimido del DRAE palabras “en desuso” El 'boom' de las novelas gráficas lleva camino de dejar en anécdota el de la gastronomía

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

Con algunas notables excepciones (Franco, por ejemplo, o un marido maltratador) suele ser bastante cierta aquella letanía de nuestras abuelas (viudas) acerca de que “uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde”. Ocurre con las palabras, sin ir más lejos. Ahora que, en un ataque de furor lexicida, los académicos han decidido suprimir del DRAE ciertas palabras “caídas en desuso”, me ha entrado una especie de urgencia ebria por comprender y utilizar palabras que nunca usé y que ya se me representan revestidas del aura pérfida de la nostalgia. Odio los expurgos, tanto los de las bibliotecas (que los ocultan tras pastoriles metáforas hortofrutícolas: desbroce, désherbage, weeding) como los de los diccionarios. Ya sé que, probablemente, son inevitables, pero no puedo evitar sentir que esas pérdidas me afecten de algún modo que no puedo precisar. De ahí que, tras la noticia del inicuo lexicidio realacadémico me sienta inmerso en un profundo bajotraer (abatimiento) por la pérdida, y más que dispuesto a acupear (respaldar, apoyar) cualquier petición que se haga para que estas joyas (que no inútiles peridotos, como diría una amiga muy querida) del vocabulario no desaparezcan para siempre jamás de la primera herramienta léxica de que disponemos los hispanoescribientes. Incluidos también elegantes adverbios de lugar como dalind (“de allá”) cuya exótica expresividad podría aplicarse, por ejemplo, al impreciso ámbito donde residen los escritores muertos que solemos invocar en nuestras sesiones de espiritismo (Luis Martín Santos o Carmen Martín Gaite, en el mejor de los casos; don José María Pemán, en el peor); o adverbios de modo, como ese estupendo sagrativamente (“con misterio”), que podríamos estar refiriendo constantemente al modo de hacer política del señor Rajoy, siempre tan opaco y sub rosa, en expresión amada por Juan Benet, al que, por cierto, los académicos nunca quisieron admitir en su club tan postinero (y eso que no padecía de halitosis). Por lo demás, y entrando en cuestiones más prácticas y nada en desuso, existe una norma no escrita (¿o sí lo está, siquiera en tablilla de barro?) por la que la RAE viene repartiendo la edición de sus publicaciones principales a un duopolio formado por los megagrupos Planeta y Santillana. Como quiera que el DRAE siempre le “cae” a Espasa (Planeta), que gracias al diccionario ha salvado el ejercicio en más de una ocasión (ahora lo tiene más difícil porque el DRAE, afortunadamente, es todavía gratis online), sugiero a la docta institución que, para compensar, entregue a Santillana, además de lo que le corresponda, el derecho a editar todos sus raros y curiosos,incluyendo nuevos diccionarios (no necesariamente históricos) que rescaten todas las flébiles palabras desaparecidas (o en trance de extinción) desde 1726, fecha del primero. No sea que a causa de nefarias y perfunctorias oscitancias de ríspidos y (a veces) sobranceros académicos nos veamos para siempre desprovistos de una congerie de expresivos y (aún) funcionales palabros, mientras consentimos que nos soterre la lardosa e impersuasible jerga utilizada por ciertos politicastros y tertulianos ignavos que solo pretenden estordirnos con sus dialécticos chuzazos y moyanas. Pasa palabra.

Gráficas

Se lo advierto sine ira et studio: el boom de las novelas gráficas lleva camino de dejar en anécdota el de la gastronomía y sus chefs más o menos cantamañanas. Como ocurre siempre que algo se convierte en tendencia, entre col y col, lechuga, o, dicho de otro modo: en la novela gráfica no todo el monte es orégano. Esta semana, sin embargo, he seleccionado tres álbumes que se salen de la media. No estoy seguro de que la adaptación gráfica que ha hecho Martin Rowson (sí, el mismo dibujante que se atrevió con La tierra baldía, de T. S. Eliot) de la Vida y opiniones de Tristram Shandy, caballero (Impedimenta) le habría encantado, tal como aseguran los paratextos, al mismísimo Laurence Sterne, pero sí creo que, en todo caso, su peculiarísimo remake constituye una auténtica obra maestra de ese género en alza. Rowson se permite todo tipo de licencias con el texto, introduce personajes contemporáneos, hace sin parar guiños al lector, reinterpreta la famosa página en negro, disecciona el escroto del padre de Tristram y retrata con ironía y atrevimiento el área vaginal externa y el útero de su madre, todo ello en un dibujo en glorioso blanco y negro (mucho negro: la mayor parte de la vida conocida de Tristram transcurre en interiores orgánicos) repleto de homenajes a, entre otros, Piranesi, Hogarth, Blake, Beardsley y Durero. Muy distinto, aunque igualmente notable, es Kanikosen (Gallo Nero), la adaptación gráfica que ha realizado Go Fujio de la célebre novela proletaria de Takiji Kobayashi (1903-1933). El libro, publicado en 1929 (y traducido con el título de Kanikosen, el pesquero por la editorial Ático de los Libros), cuenta la lucha y la rebelión final de los pescadores de un barco cangrejero contra su despótico patrón, protegido por la Armada Japonesa. Kobayashi, militante comunista en los años treinta, murió después de ser salvajemente torturado por la Tokkó, equivalente nipón de la Gestapo. Por último, el dibujante californiano Beto (Gilbert) Hernández, autor de la saga Palomar, regresa a Ediciones La Cúpula con su último libro Tiempo de canicas, que cuenta una historia (parcialmente) autobiográfica rebosante de empatía hacia el mundo de la primera adolescencia. Tres novelas gráficas, cada una en su estilo, que merecen atención especial.

Recuerdo

Espero que mi admirada Teresa Lizaranzu, que ejerce muchísimo en el negociado del señor Lassalle (conocido como el “chico bueno de Cultura” para diferenciarlo del otro), no crea que por haber elegido en los últimos tiempos un perfil bajo nos hemos olvidado de ella. Yo, por ejemplo, la recuerdo a diario con sentimientos variables. El motivo es que la directora general de Industrias Culturales y del Libro (y presidenta de Acción Cultural Española) sigue al frente de la Comisión de Propiedad Intelectual, esa institución que parece congelada entre los hielos de la austeridad presupuestaria. Me dicen mis topos militantes que la velocidad de tramitación de las denuncias contra las páginas web corsarias es allí comparable a la de aquella Pangea paleozoica y primordial de la que fueron surgiendo los continentes. De las ciento treintaypico denuncias presentadas se han resuelto poco más de la mitad (el tiempo de resolución media es el mismo que el de un embarazo humano), claro que algunos se han solucionado desde otras instancias internacionales. Y, para colmo, entre las webs y sitios piratas cerrados, se han producido reaperturas. Hombre (quiero decir, mujer), con tanta cesión competencial y tanto recorte presupuestario ya nos hemos acostumbrado a contar poco con lo que antes se llamaba Ministerio de Cultura. Pero, al menos, dense prisa en hacer cumplir la ley, porque a este paso van a conseguir que el sector se cabree un día y se presente en masa y pancarta en ristre ante la Casa de las Siete Chimeneas (un nombre, por cierto, que hubiera encantado a Hawthorne).

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