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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La innegociable vocación contemporánea

Mortier nos enseñó que dirigir un teatro es un acto de responsabilidad cultural y civil

Desde Bruselas hasta Salzburgo, desde París hasta Madrid, estoy convencido de que el trabajo que Gerard Mortier ha desarrollado en los teatros europeos ha dejado una profunda huella que perdurará en el tiempo como una etapa importante en la historia del teatro musical. Figura de gran relieve intelectual, Mortier tenía la profunda conciencia de que la gran tradición del teatro musical europeo no podía y no debía renunciar a dialogar con nuestra contemporaneidad.

 Cuando en 1990 asumió la dirección del Festival de Salzburgo —fundado en los años 20 del siglo pasado por Max Reinhardt, Richard Strauss y Hugo von Hofmannsthal—, Mortier heredaba un festival en el que las grandes industrias discográficas mandaban, reducido a una cansada repetición de un repertorio absolutamente impermeable a las novedades, y supo abrirlo a nuestra contemporaneidad, recuperando con fuerza la idea del así llamado Regietheater. Esta idea de un teatro de dirección de escena había nacido a partir de la primeras experiencias de la Kroll Oper de Berlín, dirigida por Otto Klemperer entre el 1927 y el 1931, o en el trabajo de Reinhardt en Salzburgo. Una idea de teatro a la cual se debe el interés y la vitalidad del teatro musical en los inicios del siglo XXI.

En 1930, Kurt Weill escribía en el ensayo titulado Existe efectivamente una crisis en el mundo de la ópera: “Para renovar la vida teatral es necesario interesar efectivamente al publico”. En este artículo, el músico reflexionaba sobre cuál era el lugar de la ópera lírica en el mundo contemporáneo, con la convicción de que esta habría podido mantener su interés si hubiera evitado acariciar los gustos más superficiales del público y si hubiese conseguido superar el aislamiento en que se encontraba en relación a otras formas de espectáculo, como el cine o el teatro de palabra.

El gran musicólogo Heinrich Strobel afirmaba por su parte en las páginas de Melos en 1929 que “lo anticuado, lo viejo, lo casposo, hoy se llama operístico” y defiende las elecciones valientes y renovadoras de Klemperer en Berlín, que había invitado al gran artista de la Bauhaus, Lászlo Moholy-Nagy, para hacer las escenografías de una nueva producción de Los cuentos de Hoffmann, o a otros como Oskar Schlemmer o Giorgio de Chirico. Empezaba así un aventura importante que acompañó la vida del teatro musical a través de los espectáculos y las investigaciones de Walter Felsenstein (1901-1975) en la Ópera Cómica de Berlín en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado o en aquellos de Luchino Visconti o de Giorgio Strehler.

Años más tarde, Gerard Mortier supo recoger este testigo apostando por nuevas figuras de la escena internacional que dieron como resultado los extraordinarios montajes de Herbert Wernicke (Boris Godunov y Fidelio), Peter Stein (Wozzeck) y Christoph Marthaler (Katia Kabanova) en Salzburgo, Peter Sellars en Madrid con The Indian Queen o Bob Wilson con Pelléas en París, solo por citar algunos de ellos.

Mortier, con todas sus curiosidades, con sus provocaciones y con sus excesos hizo suyas estas renovadoras posiciones teóricas y nos enseñó a todos que dirigir un teatro es, sobre todo, un acto de responsabilidad cultural y civil

Paolo Pinamonti es el director del Teatro de la Zarzuela.

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