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cosa de dos
Columna
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Saña

La niña que dio una paliza a una compañera no estaba sola. Había otros grabándolo

Carlos Boyero

En mi infancia, los niños a veces se pegaban entre ellos. Esas peleas no duraban mucho y la mayoría formaban parte de un ritual de honor. Se programaban con antelación y tenían lugar en el recreo o a la salida de clase, con mogollón de animadores jaleando a su favorito. Si alguno se rendía terminaba inmediatamente el duelo; no se permitía el sadismo ni el machaque. Las hostias de verdad llegaban cuando aparecían los curas, porque olían el tumulto o les informaba el chivato de turno. Y ellos pegaban muy duro, con absoluta impunidad, sin posibilidad de defensa para el agredido. En algunas casas también se practicaba esa atrocidad de las palizas salvajemente convencidas de que la letra con sangre entra y de que quien bien te quiere te hará llorar.

Recuerdo aquella belicosidad infantil regida por normas cuando observo en la tele las imágenes aterradoras de una cría de 13 años ensañándose con un guiñapo que gime en el suelo. La paliza no pertenece a una película de Scorsese retratando el castigo en la honorable sociedad. Esa niña que patea el cuerpo de su víctima, estrella sin tregua su cabeza contra el cemento, utiliza su rostro como un saco de boxeo, no está sola. Hay colegas que están filmando con el móvil su barbarie. Nadie intenta detener esa atrocidad, forma parte de un espectáculo hasta que se oye la voz de una testigo que hasta ese momento debe de haber estado presumiblemente complacida. Le dice a la psychokiller: “María, para, que hay gente”. No hay compasión, no hay racionalidad, solo el miedo a que la gente pueda hacer notaría de esa barbaridad. Da escalofrío. La culpabilidad no es exclusiva de la torturadora.

Un amigo mío que pocas veces se ha puesto de acuerdo con la vida, con un extenuante fardo de soledad, que podría acabar quitándosela, me contó con orgullo que una vez pudo perderla a manos de otros. Se encontró en la calle con un grupo de gente que estaba a punto de linchar a un hombre apaleado. Su primer impulso fue escaquearse, nunca fue heroico. Pero le echó tanta autoridad que los linchadores pararon, se acobardaron, convencidos de que alguien solo y tan osado debía de ser el ministro del Interior o Harry el Sucio. Llevó a un hospital a la víctima. Me contó que se enfrentó a ellos porque había bebido. Sobrio no hubiera tenido valor.

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