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universos paralelos
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Oro fundido

Diego A. Manrique

En estos tiempos retro, la exhibición de rarezas discográficas forma parte de la construcción del propio personaje. Hoy, se valoran cantautores raros que suenen a freak folk, o grupos psicodélicos de pocas luces. No debería sorprender la escasa acogida —al menos, en España— a la primera antología panorámica de Michael Bloomfield (1943-1981).

Vale: a cada uno, su veneno. Además, Bloomfield pertenece a un prototipo demodé. Era un virtuoso, aunque siempre subordinara su guitarra a la expresión visceral. Perteneciente a una próspera familia judía de Chicago, adoptó el lenguaje musical de los negros del South Side: tocó con titanes de blues, de Muddy Waters para abajo. Demostró flexibilidad. Cuando Bob Dylan le llamó para lo que sería el bestial Highway 61 revisited, solo le dio una consigna: “Nada del rollo B.B.King”. Y Bloomfield respondió con frases contenidas, que luego estallaban dentro del alucinado universo dylaniano. Con Bob, también pasó otra prueba de fuego: le acompañó en su show eléctrico del Newport Folk Festival, aquel que Pete Seeger quiso interrumpir con un hacha. Tuvo el valor de rechazar el puesto de pistolero fijo de Dylan para seguir con Paul Butterfield. Unos misioneros del blues reconvertidos en exploradores del ancho mundo: con East West (1966) crearon el raga-rock. Luego, la migración generacional a San Francisco (1967).The electric flag pretendía ser capaz de recrear diversos palos de la música estadounidense. No pudo ser: se perdieron por el laberinto de la heroína. La siguiente aventura le proporcionó máxima visibilidad: la aplicación del concepto jam sesional rock, formando tándem con el teclista Al Kooper. Pero ya no era fiable: Kooper debió completar Super session (1968) con otro guitarrista, Stephen Stills.

Y no sabemos en qué grado era culpa de su insomnio o del imperioso jaco. En los setenta, se apuntó a supergrupos artificiosos (Triunvirate, KGB), a una infeliz resurrección de Electric Flag. Se desilusionó: el público aplaudía aunque el concierto no despegara; el culto del nombre legendario obviaba el reto de crear. Michael desempolvó la guitarra acústica y se acomodó en el limbo de los pequeños sellos, los bolos locales. Le perseguía Hacienda. Pagó a plazos, lanzando un disco didáctico y haciendo scores para películas de los hermanos Mitchell; imaginen, una época en que los magnates del porno se preocupaban por las bandas sonoras. El final fue sórdido. Descubrieron su cadáver en San Francisco, víctima de una sobredosis. Quizás sus colegas intentaron revivirle con un chute de cocaína; al fracasar, le abandonaron en su coche. Tenía 37 años. El estuche recién publicado, From his head to his head to his hands (Sony), contiene tres CD más un documental. Es una colección de momentos álgidos, con instantáneas de su década oscura. Perfecto para el neófito, frustrante para el convertido: apenas hay muestras de su trabajo como músico de estudio y ni rastro de sus labores cinematográficas.

Eso sí, recoge un dulce momento de reivindicación. En 1980, el Dylan cristiano actuaba en San Francisco y Mike fue invitado a tocar. Aquí está una incendiaria versión de The groom's still waiting at the altar, con su Gibson cortando feroz a través del barullo, como ese faro que recuerda la presencia de la isla de Alcatraz cuando la bahía de San Francisco está invadida por la niebla.

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