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corrientes y desahogos

Infolatín

En estos momentos hay un empleado de Telefónica tratando de arreglar la conexión a Internet. Yo escribo pero no puedo enviar el texto hasta que él no termine su trabajo. Yo escribo y él puede leerme pero yo soy un analfabeto para leer lo que él está tecleando en su doble aparato. Él es un especialista, claro está, pero también es un comunicador porque de otro modo, sin él, ¿cómo iba comunicar yo? Y no solo me ayuda a mí; me conecta a los demás, los comunica conmigo. Su conocimiento hace posible el único conocimiento transmisible que, de otro modo, quedaría envenenado de mi propia secreción.

¿Puede decirse, a pesar de todo, que esta persona a quien doblo probablemente en los ingresos es un obrero y yo el afortunado intelectual de la narración? Ni se sabe.

Llegados a un punto, llegada una edad, llegada esta época no es solo inexacto seguir creyendo que la cultura se halla en nuestras bibliotecas, teatros, cines, museos y sinfonías, sino que también es regresivo. Los relatos, los ensayos, los poemas, las artes han girado hacia formas de expresión que si los mayores oímos y no podemos entender, si vemos pero no sabemos leer, si saben y no lo podemos saber, forman al fin un conjunto alimentario que no llegamos a digerir.

O, en definitiva, reunidos en los márgenes de la realidad cultural recurrimos a una más que grotesca pretensión. Desde las afueras nos atrevemos a pontificar sobre el bien o el mal cultural de nuestro tiempo, tal como si el bien y el mal de la cultura fuera un asunto clínico y la cultura-cultura un patrimonio no ya nuestro menú saludable sino la verdadera ingesta de la Humanidad.

Nunca pensamos que llegaríamos a esta insovencia. Toda la vida leyendo y anotando para tratar de saber más y chocar ahora con un palimpsesto electrónico donde la progresión de nuestro saber en lugar de extendernos nos embrolla.

Será pues un grave error el empeño de enseñar a los niños los contenidos que nosotros entendemos por la educación, educarlos por los métodos que suponemos benefactores, estimularles con las metas que creemos trascendentes. La lengua, la ciencia, la educación o la pertinencia han girado a la vez que todo el carromato del mundo.

Los mayores constatamos que algo grave está pasando pero por asimilación hospitalaria consideramos que la gravedad es sinónimo de un mal aún peor. No es, sin embargo, el caso. En nuestros tiempos de crisis: la gravedad es igual a la importancia del cráter. Es grave porque es serio. Es grave porque tiende a enterrar lo preexistente. Es grave porque va, en efecto, derecho a desplomar nuestro predominio, nuestro entendimiento y nuestro orgullo. Este obrero ecuatoriano, técnico de Telefónica, (que, dicho de paso, no da con la avería) presenta el aspecto de un subordinado vestido con el uniforme azul de la Compañía.

Pero, ¿qué Compañía? En estos momentos Telefónica una empresa tan compleja e intimidante como la CIA. Imposible aprehender su formidable escala y, en este caso, decodificar el lenguaje que este proletario de uniforme emite.

Podría tratarse sin más de que emplea el idiolecto de su profesión. Pero no es ya el caso. Ese idiolecto es también el idioma de mis hijos y de tantísimos cientos de millones de seres humanos (cultivados) que han aprendido, no ya el inglés, sino que hasta latín. Infolatín: el latín informático que habla la voz del nuevo siglo.

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