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SILLÓN DE OREJAS

Todo bien si bien acaba

La Filmoteca sobrevive a pesar de la escasa sensibilidad del Gobierno con el patrimonio fílmico

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

En El misterio de la Puerta del Sol (Francisco Elías Riquelme, 1929), la primera película sonora (aunque no del todo) del cine español, uno de los personajes exclama (en rótulo): “¡Maldito sea el gachó que inventó el celuloide!”. Supongo que a muchos no les extrañaría esa misma maldición en boca del señor Wert, paradójico cinéfilo confeso. En el tiempo que lleva al frente de la política cinematográfica del Estado, el miembro menos querido del Consejo de Ministros ha conseguido una unanimidad nada frecuente: que todo un sector se le ponga en contra. Claro que, como ha demostrado recientemente, un superministro tan rumboso como él tiene siempre la potestad de delegar las comparecencias desagradables en uno de sus subordinados sorayos y sortear así el marrón nada glacé. Que, a pesar de su política, algunas cosas del cine sigan funcionando mal que bien, resulta milagroso. Ahí tienen, por ejemplo, la Filmoteca Española, que mantiene cierto estándar de exigencia gracias a la labor de José María Prado y su abnegadísimo, empobrecido y a todas luces insuficiente equipo, expertos en sortear los escollos de una austeridad cada vez más opresiva. Dejada de la mano de un Gobierno que ha demostrado tener para las cosas de la cultura la misma sensibilidad que se le supone a un berberecho, la Filmo se las ve y se las desea para intentar cumplir su misión de “recuperar, investigar y conservar el patrimonio cinematográfico y promover su conocimiento”. Nada que ver los medios con los que cuenta con los de la Cinemathèque Française (que, a menudo, los triplica), y ni siquiera con los de su hermana catalana, apoyada por un gobierno que demuestra bastante más interés por el patrimonio cinematográfico. Por eso aún no funciona el centro de restauración y preservación de la Ciudad de la Imagen, por ejemplo, que corre peligro de seguir los pasos de esos fantasmales aeropuertos sin aviones. Los problemas de una institución que debería ser un orgullo para la profesión y los amantes del cine no entrarán en vías de solución hasta que se le conceda esa merecida personalidad jurídica propia (como la Biblioteca Nacional, por ejemplo) tan necesaria para sus funciones, pero no estaría de más que en el ministerio abrieran un poco el chorro del agua presupuestaria para aliviarle la asfixia. Pienso en todo ello mientras leo el estupendo compilatorio (coordinado por Amparo Martínez Herranz) La España de Viridiana,publicado por las Prensas de la Universidad de Zaragoza, una de esas editoriales cuyo catálogo merecería mayor presencia en librerías. Se trata de un exhaustivo estudio cultural en torno a las vicisitudes y contexto de la gran película de Buñuel, cuyo estreno en Cannes (1961) supuso importantes tensiones entre el Vaticano y los primeros gobiernos tecnócratas y opusdeístas del franquismo, entonces en campaña para conseguir que regresara su cineasta más internacional. Un plantel de buenos especialistas —de Julián Casanova a Agustín Sánchez Vidal—, al que acompañan valiosos testimonios de gentes de la profesión, diseccionan el tiempo y el ambiente, así como los entresijos, de una de las grandes “películas-evento” de la historia de nuestro cine. Un libro, por cierto, en torno al cual podría montarse una estupenda exposición y que difícilmente habría publicado una editorial privada; pero sí, tal vez, el departamento de publicaciones de una Filmoteca como este país se merece.

Premio

Significativo pleno de notables planetarios en el almuerzo del Premio Biblioteca Breve, que este año recayó en una novela de Fernando Aramburu. Las cosas no son casuales, claro, y a las mesas de la desangelada sala del Musseu Marítim se sentaban, entre otros, los ejecutivos Badenes, Revés y Tixis, que daban al acto el espaldarazo corporativo tras una importante reestructuración editorial que ha dejado algunas heridas. También estaban Elena Ramírez, la anfitriona y ahora responsable transversal del área de literatura extranjera, y la imparable Belén López, que culmina (por ahora) su trayecto rompe-techos-de-cristal desde Temas de Hoy a la dirección del área de literatura española del grupo, con el trofeo de El tiempo entre costuras como implícita carta de navegación. Había otros editores (caseros y externos), asesores, autores (muy) admirados, eficaces (y bellas) agentes, sufridos libreros, apasionados bloggers y otros personajes del cada vez más abigarrado métier del libro. Y prensa, abundante prensa, siempre eficazmente pastoreada por la cada día más elegante Ana Gavín. Pero esto no es (solo) una crónica de sociedad y me interesa recordar aquí que mi admirado Fernando Aramburu es todavía un autor de Tusquets, esa editorial asociada —digámoslo así— a Planeta desde hace un par de años (mutatis mutandis, como Seix Barral, en 1962; como Destino en 1989; como Espasa en 1991). Por allí andaba también mi amigo (supongo) Juan Cerezo, que lleva lo mejor que puede el día a día de Tusquets desde que su propietaria, la señora de Moura, empezó a dejar carga de trabajo. Recuerdo melancólico las declaraciones de doña Beatriz a Carlos Geli al día siguiente de que se hiciera pública la “asociación”: “yo sigo independiente, a mí no me ha comprado nadie”. Bueno, es una manera de verlo, pero hay otras. Y a menudo es malo insistir en las cosas, sobre todo cuando uno se traslada desde el coqueto palacete de Cesare Cantù al atiborrado edificio corporativo de Diagonal 604. También insistió el autor premiado en que Ávidas pretensiones no es un roman à clef. Tanto lo hizo, desviando incluso su inspiración a los tejemanejes del Gruppe 47, que conozco a más de uno que va a leer con lupa esa novela satírica en torno a poetas (o poetrastos) con más o menos experiencia. Un mosqueo, debo decir, que también suscitó la ambivalente laudatio de Pere Gimferrer, a quien no sentí del todo a sus anchas.

Obituario

Hay muertes de lo más tonto, como la de Esquilo, que se quedó tieso cuando un águila dejó caer sobre su cabeza la tortuga que transportaba. O la del poeta chino Li Po que, como dice Ezra Pound en magistral epitafio, “murió borracho: / quiso abrazar a la luna / en el río Amarillo”. Muertos absurdamente o no, difuntos definitivos o cadáveres regresados a la vida —como esos horrendos “especímenes” de El Resucitador (Periférica), uno de los más alimenticios y endebles relatos del gran H. P. Lovecraft—, lo cierto es que todos nos mereceríamos un buen obituario. No uno cualquiera, que solo redunde ad maiorem gloriam de quien lo redacta, sino uno sincero e intransferible, uno que revelara con afecto difuso y discreto nuestras cualidades y defectos. Con ese fin, un grupo de amigos —escritores, cineastas, editores y exeditores, poetas e historiadores y algún alto funcionario, hemos fundado APELANO (Asociación para elegir libremente al autor de nuestro obituario). Nuestro propósito es combatir el ditirambo y el almíbar, rechazar la impostura indulgente, apoyar el rigor. No sea que, cuando ya estemos descansando en la caja de pino, venga un escribidor de oficio y diga de nosotros, en un pispás, todo lo que le venga en gana.

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