Los aficionados
¿Existe ese público?, se preguntan algunos. Por supuesto que sí. Y cuando ahorra unos euros llena las salas
La semana pasada hablaba de algunos vicios del público teatral. Hoy, para equilibrar, toca hablar de sus virtudes, que yo condenso en una: el entusiasmo. Entusiasmo por ver, devorar, debatir sobre teatro. ¿Existe ese público?, se preguntan algunos. Por supuesto que sí. Y cuando logra ahorrar unos euros llena las salas. Y rastrea los nuevos espacios, y pese a la crisis, viaja, en avión o en autocar, a Londres o a Majadahonda, para ver a sus actores o directores favoritos, y respira con ellos las funciones. Son, hermosa palabra, los aficionados. Signos inequívocos: ese silencio acompasado durante la representación; esa pasión que, luego, se resiste a acabar. En las noches de gran arte, los aficionados salen del teatro como si emergieran de una sacudida, de un sueño denso, y no se van, se quedan en el vestíbulo porque quieren, de algún modo, compartir la experiencia, entre ellos y con los cómicos, pero sobre todo porque quieren prolongarla: no se resignan a la idea de que ese estado haya concluido.
Recuerdo cuando José María Pou me hablaba de las noches de Marat-Sade en Barcelona, en el otoño del 68. “Aquel público”, me decía, “nos esperaba a la salida del Poliorama y ocupaba las Ramblas, desde la puerta del teatro hasta la esquina de la calle del Carmen. Hacía mucho frío y la policía no nos quitaba ojo, pero nadie quería irse a casa. Y seguían, seguíamos allí todos, yendo de grupo en grupo, en una tertulia vibrante que a veces duraba hasta el amanecer, como en las grandes victorias del Barça”.
Hará unas semanas, Pou volvió a encontrar ese pálpito del público mientras representaba Tierra de nadie, de Pinter. “En Barcelona”, me dijo, "llenábamos todas las noches y en Madrid también, pero en el Matadero se quedaban luego en el bar, jugando a desentrañar con nosotros los sentidos de la función, hasta las tantas". Y no solo eso: me contó también que una noche, el diálogo con el público se hizo itinerante, y continuó en el lugar más inesperado: “¡En el metro! ¡Era tan raro para mí, y tan estupendo, seguir hablando de una obra con el público en un vagón de metro!”.
Mi naipe sobre la mesa eran las tertulias que se organizaban a medianoche, ante incontables jarras de cerveza, en la terraza de La Civette, en el festival de Avignon, donde nos reuníamos críticos, actores, directores, programadores y espectadores de muy distintas procedencias (franceses, catalanes, madrileños, andaluces) en un verdadero zoco de aficionados.
Ahora la edad comienza a pesarme, y si te acuestas a las cuatro es agónico levantarte a las ocho. Melancólica constatación, porque durante años teatro y trasnoche fueron para mí sinónimos, pero siempre hay alguien que vuelve a secuestrarme, porque los aficionados se resisten como jabatos a "retirarse" (¡cómo te echo de menos, Rosanita!), y con ellos los ecos de las representaciones se desmenuzan y perduran durante horas en bares y terrazas o en la calle misma, y fluyen historias como la que me contaron la otra noche: el jovencísimo entusiasta que, al escuchar la pregunta del “¿Ser o no ser?” en una función infantil, no pudo evitar lanzar desde su butaca un fervoroso “¡Ser! ¡Ser!”, sacándose en el acto el carnet de aficionado. Que los dioses del teatro te bendigan, chaval, y que el tiempo no te cambie.