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el hombre que fue jueves
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los aficionados

¿Existe ese público?, se preguntan algunos. Por supuesto que sí. Y cuando ahorra unos euros llena las salas

Marcos Ordóñez

La semana pasada hablaba de algunos vicios del público teatral. Hoy, para equilibrar, toca hablar de sus virtudes, que yo condenso en una: el entusiasmo. Entusiasmo por ver, devorar, debatir sobre teatro. ¿Existe ese público?, se preguntan algunos. Por supuesto que sí. Y cuando logra ahorrar unos euros llena las salas. Y rastrea los nuevos espacios, y pese a la crisis, viaja, en avión o en autocar, a Londres o a Majadahonda, para ver a sus actores o directores favoritos, y respira con ellos las funciones. Son, hermosa palabra, los aficionados. Signos inequívocos: ese silencio acompasado durante la representación; esa pasión que, luego, se resiste a acabar. En las noches de gran arte, los aficionados salen del teatro como si emergieran de una sacudida, de un sueño denso, y no se van, se quedan en el vestíbulo porque quieren, de algún modo, compartir la experiencia, entre ellos y con los cómicos, pero sobre todo porque quieren prolongarla: no se resignan a la idea de que ese estado haya concluido.

Recuerdo cuando José María Pou me hablaba de las noches de Marat-Sade en Barcelona, en el otoño del 68. “Aquel público”, me decía, “nos esperaba a la salida del Poliorama y ocupaba las Ramblas, desde la puerta del teatro hasta la esquina de la calle del Carmen. Hacía mucho frío y la policía no nos quitaba ojo, pero nadie quería irse a casa. Y seguían, seguíamos allí todos, yendo de grupo en grupo, en una tertulia vibrante que a veces duraba hasta el amanecer, como en las grandes victorias del Barça”.

Hará unas semanas, Pou volvió a encontrar ese pálpito del público mientras representaba Tierra de nadie, de Pinter. “En Barcelona”, me dijo, "llenábamos todas las noches y en Madrid también, pero en el Matadero se quedaban luego en el bar, jugando a desentrañar con nosotros los sentidos de la función, hasta las tantas". Y no solo eso: me contó también que una noche, el diálogo con el público se hizo itinerante, y continuó en el lugar más inesperado: “¡En el metro! ¡Era tan raro para mí, y tan estupendo, seguir hablando de una obra con el público en un vagón de metro!”.

Mi naipe sobre la mesa eran las tertulias que se organizaban a medianoche, ante incontables jarras de cerveza, en la terraza de La Civette, en el festival de Avignon, donde nos reuníamos críticos, actores, directores, programadores y espectadores de muy distintas procedencias (franceses, catalanes, madrileños, andaluces) en un verdadero zoco de aficionados.

Ahora la edad comienza a pesarme, y si te acuestas a las cuatro es agónico levantarte a las ocho. Melancólica constatación, porque durante años teatro y trasnoche fueron para mí sinónimos, pero siempre hay alguien que vuelve a secuestrarme, porque los aficionados se resisten como jabatos a "retirarse" (¡cómo te echo de menos, Rosanita!), y con ellos los ecos de las representaciones se desmenuzan y perduran durante horas en bares y terrazas o en la calle misma, y fluyen historias como la que me contaron la otra noche: el jovencísimo entusiasta que, al escuchar la pregunta del “¿Ser o no ser?” en una función infantil, no pudo evitar lanzar desde su butaca un fervoroso “¡Ser! ¡Ser!”, sacándose en el acto el carnet de aficionado. Que los dioses del teatro te bendigan, chaval, y que el tiempo no te cambie.

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