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SILLÓN DE OREJAS

Del ‘blues’ a la cocina

El vínculo entre el hombre y la naturaleza está en el acto de transformar la materia prima en alimento

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

Muchos son los aniversarios literarios que se conmemoran este año. En las páginas culturales de los medios, que siempre han hecho gala de cierto panurgismo —como los corderos de aquel rebaño que siguieron gregariamente al que Panurgo (Gargantúa, IV-8) arrojó por la borda—, los glosaremos oportunamente: desde el casi etéreo Platero y yo al divino Marqués de Sade, que falleció en diciembre de 1814, fue enterrado en Charenton bajo una lápida sin nombre, y cuyo cráneo tuvo el dudoso honor de ser paseado por el mundo para ilustrar las tesis de los frenólogos, cuyo “saber” era por entonces tendencia. Permítanme, sin embargo, que mencione un modesto aniversario que poco tiene que ver con los libros, aunque sí con este ajado Sillón de Orejas, en el que, además de leer, dormitar y ver películas, escucho la música que me gusta. En 1914 se publicó Saint Louis Blues, una canción destinada a revolucionar el jazz y que aún hoy forma parte esencial de su repertorio internacional. Su autor fue W. C. Handy (1873-1958), un humilde compositor de Alabama que tocaba música negra tradicional y que, como cuenta Ted Gioia en El canon del jazz (Turner), escuchó por vez primera los sonidos del blues gracias a un anónimo guitarrista que cantaba “acompañándose con el rasgueo de un cuchillo en las cuerdas”. El éxito de Saint Louis Blues fue inmediato y su melodía se convirtió en todo un emblema. Como tal ha sido interpretado por los más grandes, tanto en sus versiones instrumentales como vocales, aunque en mi opinión nadie ha sabido cantarlo mejor que Bessie Smith, que punteaba la melodía con su voz quebrada y dolorida: véanla en YouTube, interpretándose a sí misma en el cortometraje Saint Louis Blues (Dudley Murphy, 1929), en la prehistoria del cine sonoro. De jazz habla también —y lo hace estupendamente— Geoff Dyer en Pero hermoso, reeditado por Random House en nueva traducción de Cruz Rodríguez Juiz. Dyer compone su libro —mitad documento biográfico, mitad ficción— a partir de un procedimiento clásico: una especie de road movieen la que dos personajes (Duke Ellington y el saxofonista Harry Carney) van desgranando anécdotas y situaciones de la vida de otros siete colegas, desde el gran Lester Young (cuya música, decía Cortázar, siempre habla de algún modo de la muerte) a los no menos grandes Charlie Mingus o Thelonius Monk. Dyer, que no oculta su intención de presentar a los músicos “no como eran, sino como a mí me parecían que eran”, utiliza su inventiva sin descontrolarse, enraizándola en el terreno abonado de las biografías de sus sujetos y logrando, con esa alquimia, uno de los más bellos homenajes al jazz que he leído.

Ricachos

La Biblia está repleta de advertencias sobre la acumulación egoísta de las riquezas. Recuerdo, por ejemplo, ese feroz escrache apostólico que lanza Santiago (5, 1-6) contra los ricos: “Vuestras riquezas están podridas y vuestros vestidos apolillados”. Pero a la mayoría de los ricos nunca les ha importado un ardite la situación o el destino de quienes no lo son, al menos mientras están ocupados en amasar su fortuna y pueden permitirse ahogar los escrúpulos de su mala conciencia: Balzac, cuya Comedia Humana rebosa de grandes fortunas repentinas, pone en boca de Vautrin en El tío Goriot algo que el novelista ha visto demasiadas veces: “El secreto de las grandes fortunas sin causa aparente es un crimen olvidado”. Henry Ford, uno de los grandes artífices de la “racionalización” que supuso el trabajo en cadena explicaba sin sonrojarse que era bueno que cada trabajador ocupara siempre el mismo puesto porque “caminar no es una actividad remuneradora”: Chaplin nos dejó en Tiempos modernos (1936) la más icónica (aunque para entonces ya obsoleta) representación de esa alienación fordista que estuvo en la base de la segunda revolución industrial. De aquellas lluvias vinieron nuevos lodos, como esa “habitación” llamada “de los echados” (o “del aburrimiento”) en la que algunas megacorporaciones japonesas (Hitachi, Toshiba, Panasonic, etcétera) todavía confinan a los trabajadores cuyos puestos de trabajo han sido abolidos y que, sin embargo, no aceptan la propuesta de jubilación anticipada y siguen en la empresa. El despido masivo en Japón es algo todavía tabú, de modo que las grandes empresas no saben qué hacer con esos juguetes rotos, así que allí pasan los largos días consumiéndose y rellenando el obligado informe acerca de las actividades que (no) han llevado a cabo: ya ven, el infierno existe, pero no es nada del otro mundo. Desde lo de Lehman Brothers las cosas se han puesto tan feas que la izquierda (donde todavía existe) ha perdido el monopolio de la crítica de los egoísmos, estupideces y disfunciones del capitalismo. Después del mantra del capitalismo compasivo y de las (efímeras) proclamas iniciales acerca de su “refundación”, ahora llega Ego (Ariel), de Frank Schirrmacher, un auténtico best seller en Alemania, en el que se denuncia desde el conservadurismo —y con grandes dosis de nostalgia— el egoísmo de la nueva economía trasplantada a la UE desde EE UU. Schirrmacher, que ve la Némesis de la actual civilización en el trinomio sin alma ejército-mercado-ordenador, viene a afirmar que el capitalismo se ha desbocado merced a la interacción imperialista y globalizadora de modelos matemáticos que no existían antes de la época de la informática. Las personas, afirma, se han ido alejando y desvinculando de los demás, gracias a un proceso (la generalización de la teoría de la elección racional) que sanciona el egoísmo de cada cual, lo que no deja de recordar a la inefable Ayn Rand, mentora de juventud del señor Greenspan. La única solución para detener el Apocalipsis sería transformar la actual maquinaria del capitalismo mediante la colaboración entre todos (y cuando dice “todos” quiere decir todos). Pero me pregunto yo si no sería mucho más realista hacer de una vez la revolución.

Cocinar

Somos el único animal cocinero. Y, de hecho, afirma Michael Pollan en su nuevo libro Cocinar (Debate), esa antiquísima actividad es lo que nos ha hecho humanos. A lo largo de su instructivo ensayo, el autor reivindica el acto de cocinar, es decir, de transformar la materia prima de nuestro alimento, como uno de los vínculos fundamentales entre nosotros y la naturaleza. Y clasifica la evolución histórica de la cocina según los cuatro elementos: la del fuego, llevada a cabo por hombres en el exterior de la cueva y que no requería mucho más que el combustible; la del agua, reservada a las mujeres, que hervían los alimentos en recipientes artificiales en el interior de las cuevas; la del aire, que conseguía transformar los alimentos proporcionados por las semillas (el pan), y la de la tierra, que no requiere necesariamente del calor y que nos enseñó a fermentar alimentos y bebidas. Pollan, cuyo El dilema del omnívoro (Hirukuna, 2006) constituyó un auténtico best seller en Estados Unidos, ilustra los diferentes procesos de cocción con numerosos ejemplos y anécdotas. Un libro mucho más entretenido y que enseña a comer mejor que la mayor parte de los programas televisivos a cargo de cocineros y triperos varios.

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