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Leguineche, un reportero universal

Manu actuaba pues en función del interés de lectores y lectoras, por quienes mostró permanentemente un respeto admirable

Manu Leguineche fotografiado en Brihuega (Guadalajara) en 1999.
Manu Leguineche fotografiado en Brihuega (Guadalajara) en 1999.Gorka Lejarcegi

Manuel Leguineche, nacido en Beléndiz Guernika en 1942, ha sido, entre otros muchos atributos, el decano español de los corresponsales de guerra. Más precisamente, el de los enviados especiales, una figura periodística vinculada al quehacer profesional en escenarios lejanos donde surgen noticias de alcance mundial: generalmente golpes de Estado, revoluciones, derrocamientos o hechos de naturaleza semejante, casi siempre violentos. La dureza de tal cometido requiere seres humanos de una textura moral y psicológica de los cuales Manu fue el canon indudable.

Estudiante de Derecho, Filosofía y Periodismo en Valladolid y Madrid, debuta en 1958 en la revista bilbaína “Gran Vía”, y dos años después, en “El Norte de Castilla”. Vietnam, la guerra indo-paquistaní, los conflictos de Oriente Medio serían algunos de aquellos primeros escenarios informativos por él cubiertos. De ese año data su primer cometido como enviado especial, hasta recorrer los cinco continentes en misiones informativas también para la televisión. En 1979 obtendría el Premio Nacional de Periodismo. Durante 12 años dirigió la agencia informativa Colpisa y, posteriormente, la agencia Cover. Ha sido autor de media docena de libros.

Con la prontitud que la cobertura informativa exige a los periodistas que se toman en serio su misión y su responsabilidad, pero con la meticulosidad de quien va a realizar un trabajo con alcance social, Manu Leguineche se aprestaba siempre a cubrir los principales acontecimientos informativos provisto de una documentación exhaustiva previa —lecturas permanentes, conversaciones, reflexiones— que no solo le otorgaron la preeminencia evidente sobre cualquier otro profesional competidor —el vivió aún la era de la Prensa competitiva— sino que, además, le garantizaron la soltura que requería su extremado sentido del rigor hacia los destinatarios del resultado de su oficio: los lectores. Estaba dotado de un intenso sentido de la empatía; sabía colocarse en el lugar de quien leería sus informaciones, entrevistas y reportajes, para satisfacer las principales dudas que sus destinatarios pudieran plantearse. Manu actuaba pues en función del interés de lectores y lectoras, por quienes mostró permanentemente un respeto admirable.

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Quienes tuvimos el honor de trabajar cerca de él como reporteros y enviados especiales en algunos lugares conflictivos y alejados –recuerdo especialmente el golpe de Estado que precipitó el derrocamiento del dictador Francisco Macías Nguema, su condena y su ejecución en Guinea Ecuatorial- pudimos comprobar la conjunción sobre el gran reportero vasco de una serie de características únicas para el desarrollo de su cometido profesional: honestidad; objetividad; inteligencia; sensibilidad; agilidad; reflejos; tesón; entusiasmo informativo y competitividad, jamás reñida ésta con el compañerismo que derrochaba. Pero, por encima de todos esos atributos, destacaba su bonhomía: no era infrecuente que cuando Manu, antes de ir a la información, viera mala cara al compañero reportero principiante, a la sazón enfermo, le exigiera sacar la lengua y provisto de una autoridad natural irrefutable, le espetara: “Lengua saburral, hoy no trabajas, a la cama”. Claro está que este dictado del decano lo pronunciaba en un escenario, quizás bajo un cañoneo donde silbaban los bombazos, en el que no resultaba fácil hacerle caso.

Manu Leguineche, antes que príncipe de periodistas o reportero excelente como llegó a serlo sin lugar a dudas, ha sido un ser humano dotado de una sociabilidad extraordinaria. Suavemente untuoso, sin llegar jamás a la adulación, era capaz de aproximarse con extremada sutileza a los personajes más correosos, desplegando un sentido del humor algo socarrón y poniendo en juego unas dotes de observación psicológica fuera de lo común, para extraer lo que buscaba: información relevante, interesante para un público distante y heterogéneo, al cual estaba o se sentí obligado a informar tan amena como escrupulosamente. Además, Manu era capaz de percibir detalles que cualquier reportero hubiera tardado años en descubrir, porque él sabía percibir el bastidor humano que se encuentra siempre detrás de los hechos.

Jamás hizo Manu alarde de su extremo valor, con el que debutó cubriendo la guerra de Vietnam, valor que combinaba con un sentido de la prudencia que comprometía únicamente cuando la obtención de información lo exigía de manera ineludible. “El periodista muerto, desgraciadamente, no sirve para nada”, recordaba, con él, su gran amigo el desaparecido Juan González Yuste, otro magnífico periodista, que fue corresponsal de El País en Washington y enviado especial, junto a él, en cien escenarios noticiosos.

Manu Leguineche ha sido un ser humano dotado de una sociabilidad extraordinaria

En las situaciones en las que la tragedia ronroneaba alrededor de combatientes y de sí mismo, ante los cuales supo mantener siempre la distancia necesaria para fundamentar tal distinción, Manu era capaz de hacer aflorar su sentido del humor, o gastar bromas divertidas que distendían la percepción del riesgo inminente. En “La tribu”, una novelita suya que versa sobre un grupo de reporteros destacados a Guinea, cuenta la coña –inocua- urdida por él mismo contra un periodista-policía sobrado y egoísta capaz de vulnerar las normas mínimas de compañerismo por mor de una enfermiza competitividad contra la que Manu luchó, de broma y de veras, con denuedo.

Todo periodista de este país que sienta en su ánimo el latido de una profesión tan ingrata y apasionante como la del Periodismo tiene hoy mil razones para abrir su corazón a la tristeza: hasta siempre, querido maestro, querido amigo.

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