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Profetas solo en su tierra

Tras casi dos décadas de carrera, la banda Antònia Font, referente del pop en catalán, se despide ante los suyos con un concierto en Palma de Mallorca

La banda Antònia Font, en su concierto de despedida.
La banda Antònia Font, en su concierto de despedida.tolo ramón

El mundo es una aldea cada vez más diminuta, empequeñecida por comunicaciones veloces que bullen en la fritura de las redes sociales. Es imposible, dicen, estar al margen de lo que pasa. Cierto. Pero también lo es que en la noche de ayer Antònia Font llenaron por tercera vez el teatro Principal de Palma de Mallorca, su capital, en el concierto de despedida tras 16 años de carrera, en la cual han conseguido convertirse en uno de los referentes musicales de Cataluña en lo que va de siglo. Eso también es verdad. Y no hace demasiado tiempo Antònia Font eran colocados en el apartado de pop femenino en las pocas tiendas de discos peninsulares que los vendían. Y son cinco chicarrones cuyo contacto con la feminidad sería equiparable al de Raphael con la mesura. Pelillos a la mar, en un concierto largo y sentido uno de los mejores grupos de pop subterráneo en España dijo adiós casi sin ruido ante unos seguidores que habrían podido llenar varios teatros más. Esta ha sido la pauta en la vida de un grupo tan equívoco en sus formas, todas propias, como brillante para unir melodías de pop pluscuamperfecto con una insólita riqueza textual. Ayer, en su tierra, dijeron adiós.

Sus letras, poéticas y ocurrentes, son crucigramas emocionales

Palabras de Joan Miquel Oliver, líder y compositor de este grupo que tomó el nombre de una de sus primeras fans, dando lugar así al primero de sus celebrados equívocos: “Una hora y cuarto en el escenario con mucha gente y muy devota, escuchando con atención cada mínimo detalle, con la sensación de que todo el mundo te está mirando, es fatal”. Bien, puede serlo, pero entonces, ¿cómo describir dos horas y media largas de exposición, que es lo que duró el concierto de ayer? ¿Horror? Para el público seguro que no, aquello fue una francachela, ocupado como estaba en aprehender las melodías del grupo en su última actuación como quien pretende encerrar volutas de humo en el hueco de la mano. Y tampoco lo pareció para la banda, por otra parte siempre inalterable en escena, y eso que la tensión del directo es algo que a Joan Miquel, líder guitarrista que no se lleva las miradas del público al situarse en segundo plano, se le nota en cómo mira a sus compañeros, dirigiéndolos. Ayer, en su último concierto al frente del que ha sido su grupo, no abandonó ese aire de patrón alejado sólo aparentemente del timón de la nave.

Para quien ya no haya visto a Antònia Font, y no cuenta un hipotético retorno dentro de diez años, solo decir que ha sido un grupo muy singular. Y equívoco. Apareció cuando languidecía el rock en catalán, una forma de hacer música en los noventa dirigida a los más jóvenes. Ellos nacieron entonces y sus canciones parecían despreocupadamente alegres, naderías afortunadas todo lo más. Pero resultó que por debajo había escritura automática —definida por Oliver así: “La forma en la que sale de nosotros lo que se oculta a nuestra consciencia y desconocemos sobre nuestra persona”—, y unas letras ocurrentes y poéticas cuyo significado había de ser compuesto por cada oyente como quien resuelve un crucigrama emocional. Total, que el grupo que parecía nacido fuera ha sido el que, de momento, ha enlazado aquella generación de rockeros juveniles con las nuevas corrientes del pop catalán, más reconcentrado, independiente, ensimismado, estéticamente más libre y ya no sometido a los dictados de una industria inexistente. Antònia Font acabaron por conectar dos épocas con el respeto de ambas.

Dedicaron ‘Bamboo’ a los críos, parte no despreciable de su público

Y eso en directo tuvo ayer la cara festiva de la banda, autora de piezas de pop trotón aptas para bailar en fiestas mayores. Claro, tratándose de Antònia Font se baila con letras que dicen cosas como “Un cigarro / un cortado / no son temas de gran densidad / giran los ventiladores”, contenido ciertamente inesperado en una pieza de apariencia trivial, Alpinistes samurais, cuyo estribillo mueve al baile. Pero es que la pachanga, parte esencial en el grupo, es considerada seriamente: “La música es instinto y razón, y la pachanga satisface la parte visceral de nuestro espíritu con más solvencia y efectividad que cualquier otro ruido. Es el antídoto del intelectualismo y de la pedantería”. Otro equívoco deliberado en un grupo que hace bailar sin expresión alelada. Tampoco es inexcusable cara de existencialista con las maravillosas baladas del grupo, dechadas de sensibilidad etérea y preñadas de melancolía, tal y como ha afirmado en varias ocasiones Joan Miquel: “Es un sentimiento que te ayuda a recrearte en la pena, disfrutarla y así superarla”. De las dos caras hubo en una noche larga en la que el grupo dedicó la frágil Bamboo a los críos, parte no despreciable de su público, y que cerró tras casi cincuenta temas de su lejano primer disco, dedicándoselos a la allí presente Antònia Font. Se han ido. Sin gira para la lagrimita. Tardará en aparecer otro grupo tan diferente a los demás. Y superar su nombre costará aún más.

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