_
_
_
_
_

La Aurora de Enrique Morente

La viuda del cantaor ultima una exposición de su arte y un festival en memoria del músico Un disco póstumo recoge un directo grabado poco antes de su muerte

Diego A. Manrique
Aurora Carbonell, viuda de Enrique Morente, retratada la semana pasada en Madrid.
Aurora Carbonell, viuda de Enrique Morente, retratada la semana pasada en Madrid. carlos rosillo

El periodista acude a la cita con Aurora Carbonell con cierta aprensión. La ahora viuda de Enrique Morente siempre funcionó como una muralla frente al maelstrom que era la vida profesional de su marido (y ahora, la de sus hijas). Aurora Carbonell se asignó una misión de protección que llevaba —y lleva— a rajatabla.

Pero hoy le toca dar la cara. Está en marcha un programa de conciertos, recitales de poesía y exposiciones en honor de Enrique (1941-2010). El Memorial Morente Más Morente incluye, a partir del 14 de febrero, en el Teatro Español, la primera muestra de los cuadros, dibujos y esculturas de Aurora. Confiesa que pintaba “desde siempre, pero estar al lado de un genio te obliga a aparcarlo todo, a callar para aprender. Aunque Enrique insistía en que siguiera, que no lo dejara de ninguna manera”.

De hecho, Morente (Universal), el doble disco que acompaña al Memorial, lleva una obra de Aurora. “Iba a cantar al Liceo de Barcelona y se empeñó en que pintara los ojos de Picasso sobre su chaqueta. Un disparate, se llevó la chaqueta puesta, todavía húmeda. Luego, se extravió. Yo la daba por perdida, hasta que Fernando Crespo [encargado del flamenco en Universal Music] me dijo que la tenía guardada”.

Pero también pudo haberla regalado, “Enrique era así. Hay una historia muy bonita sobre su generosidad. Le dieron un premio que estaba dotado con millón y medio de pesetas, que se gastó en el mejor equipo de sonido que encontró. Un día, Camarón nos visitó en Granada; decía que era por el arroz que yo cocinaba, pero le gustaba estar al lado de mi marido. Le impresionó tanto aquel equipo que le dijo a Enrique: ‘Te lo cambio por mi casete’. Un aparatito que le cabía en la mano, eso, un walkman. Hay que ser flamenco para entender que Enrique aceptó sin rechistar. Yo estaba horrorizada, pero terminé por reírme: vivíamos entonces en un cuarto piso y recuerdo verlos bajando por las escaleras a duras penas, cargando unos bafles inmensos, con los cables enredándose entre los pies. Pa haberse matado, como decía Enrique”.

El respeto funcionaba en los dos sentidos, añade. “Para Enrique, Camarón tenía el metal más hermoso del mundo. Y Camarón admiraba la búsqueda de Enrique entre los poetas, la investigación en los cantes antiguos. Detesto ese enfrentamiento entre cantaores payos y gitanos, puedes ser gitano y no tener idea del arte. Y al revés. Te lo dice una gitana”.

Estoy orgullosa de reconocer que en las grabaciones me hacía caso"

Aurora era una bailaora madrileña de 17 años cuando en su camino se cruzó Enrique. “Al ser yo tan chica y él un payo, mis padres se opusieron. Entonces, nos escapamos a Granada. Pasamos la primera noche en un banco de piedra, junto a la Alhambra. Él se durmió con la cabeza sobre mi regazo y yo vi amanecer. Ya estaba enamorada de Enrique, pero esa madrugada además me enamoré de Granada. Luego, como era un hombre muy cabal, volvimos a Madrid, conseguimos el permiso de mis padres y nos casamos por la Iglesia”.

Siempre zumbón, Enrique solía retratar a Aurora como la defensora del flamenco ortodoxo, frente a sus tendencias centrífugas. “Era una broma, como aquello de que guardaba las cintas debajo de la cama. Yo servía como su primera colaboradora. Como tenía el estudio en casa, estaba al servicio de lo que se le ocurriera. Dejaba las sartenes y bajaba a poner palmas, a buscar una letra, a valorar lo que había grabado. Estoy orgullosa de reconocer que sí, que me hacía caso”.

El secreto de Enrique consistía en otorgarse la máxima libertad creativa y luego vivir con los pies en la tierra. “Le estoy viendo cuando salía cada mañana. Teníamos un huerto y podía volver con unos tomates en la mano y unas rosas en la otra. Luego, bajaba desde el Albaicín, en chándal y zapatillas, a la plaza de la Mariana. Allí había un quiosquillo donde se vendía pan artesanal, pero también se encontraba con los artistas, con los bohemios”.

Trabajaba para el mundo entero, pero era “un granadino que amaba a su tierra, aunque allí hubiera unos rebañillos que le discutían su genialidad. Ahora, no, claro: todo es ‘maestro Morente’ por aquí y por allá. Yo intento borrar esas miserias de mi memoria. Han sido tres años trágicos y la pintura me ha servido de terapia para sacarme fuera toda la frustración y la rabia. Ahora toca celebrar un arte que no se ha acabado: tenía docenas de proyectos almacenados que irán saliendo. Sin prisas, con cariño”.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_