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SILLÓN DE OREJAS

Ideas para Nochebuena

Las recuperación de las cartas que Franz Kafka escribió a Felice Bauer

Ilustración de Max

Se me ocurrió la otra tarde, cuando bajé del metro en la estación Vodafone Sol (65.000 viajeros diarios) para ir a echar un vistazo a la librería de Antonio Méndez. Luego me metí en Internet y averigüé que Metro de Madrid percibirá tres millones de eurillos por haber permitido que la compañía de telefonía estampe su nombre junto al de la estación en toda la señalización e información oficial donde aparezca. A estas alturas de la película no me escandalizo por la explotación comercial de los espacios que deberían ser públicos, para nada. En Estados Unidos, por ejemplo, el naming comercial es tan popular que pobre del que no tenga añadido a su nombre el de un patrocinador. Y no digamos nada de lo que sucede en el deporte, donde lleva marcas hasta la ropa interior. Lo que pasa es que llevo unos días preguntándome por qué no se da un paso más en esa dirección, dadas las penosas circunstancias económicas en que nos bañamos. Es, además, un asunto que podría contribuir a la tan anhelada regeneración política. Si, por ejemplo, Montoro hubiera exhibido en su solapa durante sus comparecencias parlamentarias una escarapela anunciando Pantene (de la multinacional Procter & Gamble) o Cospedal hubiera lucido en sus ruedas de prensa una banda al bies con el logo de Don Limpio (también de Procter & Gamble) quizás no habría sido preciso un Bárcenas, ni dobles contabilidades, ni sobres con dinero negro; si algunos líderes sindicales andaluces se hubieran tocado a tiempo con sombreros de cartulina de McDonald’s quizás no se verían ahora en la picota judicial, y si la plana mayor de Convergencia se hubiera mostrado en la Plaça Catalunya agitando banderolas de la multinacional Pfizer en medio de la marea de esteladas, tal vez los farmacéuticos catalanes habrían cobrado antes sus deudas. Y, aún más, ¿por qué mantener al margen a las más altas magistraturas de nuestra unitaria (por ahora) Nación? Imagínense si lográramos que Su Majestad se presentara en su entrañable comparecencia de Nochebuena tocado con una corona en la que se iluminara intermitentemente la manzana mordida de Apple, la primera compañía del planeta (y probablemente de todo el sistema solar) en valor de mercado: tal vez los españoles cenaríamos esa noche en familia más reconfortados sabiendo que Su Alteza, a pesar de las zozobras que le producen familia y cadera, seguía arrimando su regio hombro a la tarea común. Mientras tanto, aquí me tienen enfrascado en la lectura de Pobres magnates (Sexto Piso), un ensayo bastante sulfúrico de Thomas Frank que revela los mecanismos por los que la derecha ultraliberal estadounidense se las arregló para convencer a buena parte del público de que las grandes corporaciones de Wall Street fueron en realidad las víctimas y no los responsables del desastre económico, abriendo de ese modo el frasco de las difusas culpas colectivas, algo que aquí también se nos ha vendido más o menos enmascarado bajo el mantra “vivíamos por encima de nuestras posibilidades”. Frank estudia el ascenso y diseminación del populismo del Tea Party a partir de una filosofía social inspirada en la sacerdotisa “objetivista” Ayn Rand, y su canto al individualismo depredador expresado en su novela fundacional La rebelión de Atlas, publicada en 1957 y traducida al español por la editorial argentina —atención al nombre— Grito Sagrado. Populismo randescoque, simplificando (mi edición de bolsillo en inglés tiene 1.200 páginas), se expresa en las tesis de que los empresarios son héroes y víctimas (como el pobre Díaz Ferrán), de que los gobiernos entrometidos (reguladores) son los responsables del estancamiento, y de que la codicia no solo es buena en sí misma, sino que cualquier intento de limitarla es nefasto, porque es el mecanismo que, en el fondo, regula el orden social. De modo que, lo dicho: a quejarse menos y a salir a la calle todos los días, pero buscar patrocinio internacional y salir de pobres.

Felice

Alianza publicó en traducción de Pablo Sorozábal (hijo) los tres apretados volúmenes de las Cartas a Felice de Franz Kafka, que, junto con las Cartas a Milena (Alianza), configuran no solo un testimonio fundamental y de primerísima mano acerca de las atormentadas relaciones del escritor con las mujeres (a las que, además de expresar sus sentimientos y anhelos, iba suministrando abundante información acerca de su entorno familiar y laboral), sino también de su compleja relación con la escritura. Durante cinco años (de 1912 a 1917) Franz Kafka escribió a la señorita Felice Bauer (con la que se comprometió dos veces y rompió otras tantas) quinientas cartas, postales, billetes y notas en las que pueden rastrearse las vicisitudes de su noviazgo, expresadas con la misma puntillosa precisión y obsesivo análisis del detalle con que el autor de El castillo componía sus ficciones. Durante esos años cruciales, Kafka escribió o comenzó a escribir obras tan fundamentales como La condena, La metamorfosis, El fogonero o El desaparecido (antes conocida como América), y las cartas a su novia (no se conservan las respuestas) nos informan de sus angustias y zozobras ante el proceso creativo: “Mi vida, en el fondo, consiste y ha consistido siempre en intentos de escribir, en su mayoría fracasados. Pero no escribir me hacía estar por los suelos, para ser barrido” (noviembre de 1912). Ahora Nórdica recupera oportunamente aquella traducción (basada en la edición de Eric Heller y Jürgen Born) y la refunde en un cómodo volumen en tapa dura, aprovechando que la edición de Alianza permanece agotada y que el tomo IV de las Obras Completas (Galaxia Gutenberg) de Franz Kafka, que debía reunir toda la correspondencia del genio de Praga (incluida la interesantísima que mantuvo con su hermana Ottla, luego asesinada en Auschwitz), sigue retrasándose.

Pequeños

Tres libros infantiles muy diferentes y bastante asequibles para colocar en la base del árbol de Navidad o ante la mesita del belén y esperar a ver qué cara ponen sus destinatarios. Mamá (Kalandraka, 15 euros), escrito e ilustrado por la argentina María Ruiz Johnson, se inspira en los colores y formas más vibrantes del arte popular latinoamericano para transmitir a los pequeños (a partir de 5 años) una sencilla y convincente imagen de la maternidad. Emocionario, di lo que sientes (Palabras Aladas, 18 euros), de Cristina Núñez Pereira y Rafael Valcárcel (y de 22 dibujantes distintos), es una especie de diccionario de los estados emocionales para que los niños aprendan a identificar y expresar lo que sienten. Los cuentos de Christian Andersen (Taschen, 29,99 euros) es un volumen bellamente ilustrado por artistas de los siglos XIX y XX que reúne una veintena de los relatos del más célebre cuentista danés (más que Karen Blixen, o del Nobel Henrik Potoppidan, de quien, como de nuestro José de Echegaray, solo se acuerdan en casa), entre los que se encuentran clásicos como El traje nuevo del emperador, La sirenita, El soldadito de plomo, El patito feo, La princesa y el guisante y otros tan hermosos y tan políticamente incorrectos como algunos de los citados.

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