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IDA Y VUELTA

Relámpagos de El Roto

Al encontrarnos con él a diario, se corre el peligro de no prestar atención a su talento de artista

Uno de los dibujos de El Roto sobre el mundo del arte que se expone en La Caja Negra.
Uno de los dibujos de El Roto sobre el mundo del arte que se expone en La Caja Negra.

El Roto es un poeta satírico que hace un epigrama diario, un poeta ensimismado y observador del mundo que dibuja cada día un haiku visual, un panfletario que madruga para que cada mañana aparezca pegada por las paredes del periódico la tinta fresca de un pasquín incendiario, un francotirador que cada día dispara un solo tiro que da siempre en la diana. El Roto hace sus dibujos tan diariamente y tan solitariamente como hacía sus poemas Emily Dickinson, o como Giorgio Morandi dibujaba o pintaba sus frascos, vasos, tarros y botellas, y cada día se las arregla para ser tan él mismo que sería imposible confundirlo con nadie más, y también para ser sorprendente. Pero a diferencia de Morandi y de Dickinson El Roto trabaja sometido a los imperativos, las limitaciones y los plazos de la publicación en el periódico, con una disciplina de artesano que excluye por necesidad las celebradas veleidades del artista. Ha de ajustarse a un cierto formato, a un uso mínimo o nulo del color, a una austeridad de dibujo que permita la reproducción fácil en el papel y en la tinta del periódico. Y además ha de permanecer atento a lo que sucede cada día, porque aparte de poemas, de sátiras, de haikus, de panfletos, sus viñetas son crónicas y comentarios del presente, y él tiene el talento de acertar en el pulso de lo inmediato y al mismo tiempo darle la intemporalidad de lo que seguirá siendo relevante cuando pasen los años. Cada dibujo de El Roto está hecho con tal precisión de trazo, y cada texto es tan sintético, tan lleno de rabia, de sarcasmo, de agudeza poética y política, que parecen la destilación última de un largo proceso de concentración. Pero El Roto dibuja al ritmo de una viñeta diaria, y habrá una hora límite a la que sin remedio tendrá que haber enviado el dibujo, como un columnista de columna diaria, o como aquellos músicos de jazz que se ganaban la vida en los años treinta acompañando bailes de un minuto exacto, porque ese era el tiempo concedido por los diez céntimos del billete que compraban los clientes para bailar con las chicas. Duke Ellington, que compuso tantas obras maestras bajo la máxima presión de las giras, los ensayos y las grabaciones, decía: “I don’t need time; I need a deadline”. Como Ellington, lo que El Roto parece necesitar para completar un dibujo no es el tiempo indeterminado de la inspiración, sino el plazo urgente de la entrega.

No falla nunca, y nunca deja de ser admirable. Cada día hay una nueva descarga eléctrica, un fogonazo igual de vívido de claridad, un golpe de risa que revela lo grotesco o lo ridículo o lo inmundo debajo de las proclamas solemnes o de las sinrazones o las estupideces que por repetirse tanto ya nos parecen normales. El Roto, literalmente, no deja títere con cabeza, y además nos hace ver hasta qué punto son títeres los figurones y los figurantes de la actualidad diaria, y qué semblantes de capricho de Goya o caricatura de Grosz o pintura negra se esconden debajo de las máscaras sonrientes de la publicidad política —en la política ya queda muy poco que no sea publicidad— y las informaciones financieras.

Pero al encontrarnos con él a diario y al seducirnos tanto con su agudeza corremos el peligro de no prestar suficiente atención a lo que más importa, lo que sostiene todo lo demás, su talento de artista. Al fin y al cabo, El Roto es un heterónimo, no un seudónimo, del excelente pintor Andrés Rábago. Con pundonor de artesano El Roto entrega cada día un dibujo que se imprimirá en el periódico y tendrá la inmediatez y la fugacidad de lo que al día siguiente habrá desaparecido. Pero ese dibujo se ha hecho con una plena conciencia estética, y para ser plenamente apreciado merece un espacio y un tiempo de más sosiego, y merece ser visto en su cualidad original, en la cercanía de la mirada que observa el trazo del pincel mojado en tinta y los breves toques de acuarela en la superficie del papel.

No falla nunca, y nunca deja de ser admirable. Cada día hay una nueva descarga eléctrica, un fogonazo igual de vívido

Felipe Hernández Cava escribió en un ensayo que Andrés Rábago, en la gran confusión del arte de los ochenta, encontró una base de seguridad en la conciencia de la artesanía, un sentido de pertenencia en la gran tradición de los ilustradores, casi siempre situada al margen y mirada por encima del hombro por los manejadores de los negocios y las jerarquías artísticas. En un segundo piso de la calle de Fernando VI de Madrid, en la galería La Caja Negra, ahora hay una oportunidad excelente de apreciar de cerca el trabajo de El Roto. La diferencia con las reproducciones del periódico, impresas o digitales, es parecida a la que hay entre ver en directo a un músico o escucharlo en una grabación; o más exactamente, es como ver en directo a un músico después de haber oído sus discos. Esa línea que parecía tan nítida muestra las gradaciones de la presión del pincel: como un fraseo de saxo menos limpio que el de una grabación, más respirado, más áspero. El juego del negro de las tintas sobre el blanco del papel muestra toda la capacidad expresiva que cabe en su laconismo. Los toques de color, casi siempre muy breves, muy medidos, saltan a la vista como subrayados de ironía poética y hasta de dramatismo. En las paredes blancas de la galería, en las idas y venidas de una visita tranquila, los dibujos adquieren una secuencia narrativa, y eso refuerza la singularidad de cada uno al mismo tiempo que permite seguir un hilo que se pierde en la discontinuidad del periódico. Los dibujos de El Roto, como las crónicas breves de los grandes columnistas, se pueden agrupar en selecciones muy diversas, y hasta arbitrarias, y como tienen tanta coherencia interior y a la vez tanta variedad pueden dar lugar a un número ilimitado de libros posibles. Así nacieron, y nacen todavía, según el criterio de editores y antólogos, los libros de Pla, o los de Julio Camba, o los que reúnen colaboraciones en el New Yorker de Joseph Mitchell. En la galería La Caja Negra hay una selección de los dibujos que El Roto ha ido publicando sobre el mundo del arte. Son al mismo tiempo una sátira de toda la tontería del papanatismo de las modas y la desorbitada venalidad y una celebración del impulso creativo. Hay metáforas visuales que recuerdan a Magritte, figuras que vuelan o caen en el vacío como en los dibujos de Goya, ejercicios de virtuosismo y humorismo: unos jinetes cabalgan sosteniendo pinceles como si fueran lanzas o estandartes; un tiburón de Damien Hirst lleva entre las fauces el brazo arrancado de un pintor que sostiene todavía un pincel; el urinario de Marcel Duchamp ocupa el lugar exacto de la pelvis de un esqueleto. Y la tan teorizada y tan traída y llevada muerte de la pintura la resume El Roto en una sola viñeta: un sujeto sin cara, con una gabardina, sostiene un revólver, y a sus pies yace un tubo de color largo como un cadáver del que brota, como de la herida de un disparo, un charco rojo de sangre.

www.antoniomuñozmolina.es

El Roto. Oh, la l’art. Exposición en la Galería La Caja Negra. Fernando VI, 17. Madrid. Hasta el 18 enero de 2014. Oh, la l’art. Editorial Libros del Zorro Rojo. Madrid, 2013. 18,90 euros. A cada uno lo suyo. Mondadori. Barcelona, 2013. 8,95 euros.

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