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crítica de 'Los juegos del hambre: en llamas'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Voluntad de obedecer

A veces hay que elucubrar sobre si el totalitarismo televisivo que imponen los villanos de la película no están en el propio producto

Javier Ocaña

En el primer tercio de Los juegos del hambre: en llamas, segunda entrega cinematográfica de la trilogía escrita por Suzanne Collins, uno de los ideólogos políticos de la civilización posapocalíptica que representa la película explica al gran jefe sus intenciones respecto de la plebe. El discurso, que igual podría valer para llevar a cabo un totalitarismo político que uno jurídico, religioso e incluso empresarial, tiene como base la aparente simpleza de la teoría del palo y la zanahoria, aunque expuesta de otro modo, en la que la composición de la zanahoria vendrían a ser ese tipo de alicientes aparentemente banales que, sin embargo, mantienen ocupadas lo suficiente a las sociedades como para no iniciar la gran revolución ahora mismo y empezar a cortar cabezas. La secuencia, comandada además por los carismas de Philip Seymour Hoffman y Donald Sutherland, es la que retumba en la mente una vez acabado el extenuante metraje (dos horas y media), pero por una razón de contraste, esta vez entre la trascendente disertación y el resto del relato: ¿y no será esta secuencia la zanahoria de la película, para que la platea piense que está viendo algo realmente profundo, cuando buena parte de lo que la rodea no son más que palos en forma de reiteración, repetición e hipertrofia narrativa?

LOS JUEGOS DEL HAMBRE: EN LLAMAS

Dirección: Francis Lawrence.

Intérpretes: Jennifer Lawrence, Josh Hutcherson, Philip Seymour Hoffman.

Género: aventuras. EE UU, 2013.

Duración: 146 minutos.

Decía el filósofo, economista y politólogo alemán Max Weber que “toda verdadera relación de dominación comporta un mínimo de voluntad de obedecer”, frase que igual nos sirve para definir la esencia de Los juegos del hambre como para explicar la relación que quizá mantengamos con unas sagas cinematográficas y literarias hinchadas hasta lo indecible que, aun teniendo una base tan atractiva como la que posee la saga de Suzanne Collins, acaban pareciendo una obligación de raíz mucho más sociológica que cultural.

Por supuesto que nos podemos quedar con el entretenimiento, con la aventura, con la lucha por la supervivencia y con los rostros juveniles del reparto, pero a veces no viene mal ir más allá y elucubrar sobre si parte de las teorías del totalitarismo televisivo que imponen los villanos de la película no estarán también contenidas en el propio producto en el que van envueltas.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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