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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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Cero más cero

En el metro de Sidney, cuando se aproxima una estación, aparece un luminoso que dice: “Please take your rubbish with you”.Que, por favor, nos llevemos nuestras basuras (¿nuestra propia mierda?).

Pocas veces se nos ocurre que siendo personas aseadas creemos desperdicios alrededor y menos que, públicamente, los vayamos esparciendo. Sin embargo la compañía tiene razón. Botellas de plástico, cartones del 7-Eleven, latas de Red Bull. Cada cual es un foco de residuos que polucionan el exterior. Y el exterior hoy, tanto como antes el interior, ha venido a convertirse en lugar sagrado, puesto que el medio ambiente simboliza grados de salvación o de perdición moral.

Australia no es un país singularmente limpio. Es como un país anglosajón más, pero incluso en el avión se reparte una bolsa con cierre entre los pasajeros para que depositen sus detritus y la tripulación los eche en contenedores sellados que irán al crematorio municipal. Las basuras, como las personas muertas, han ido recibiendo un tratamiento que los aparta de la vista y los convierte pronto en cenizas que, al cabo, no son ni fu ni fa.

Las cenizas son inertes. Tan inertes como las arenas que, por sedimentación a lo largo de 40 millones de años (día más, día menos), han formado el monte Uluru y las imponentes cordilleras del Kata Tjuta sobre el centro del paisaje australiano.

En el siglo XVIII, cuando los ingleses se establecieron aquí, los aborígenes serían unas 750.00 almas que hablaban 250 lenguas, siendo uno de sus principales centros sagrados estas montañas moradas.

Moradas, violetas, rojas o doradas según la luz solar y la excursión que haya preparado la agencia. Aunque, en realidad, puesto que el Uluru y sus entornos se hallan en el centro del desierto (un 65% de Australia), preparan tours para asentarse allí y verlas de todos los colores.

El asentamiento es, habitualmente, de tres días y los viajes son prácticamente eternos. Una vez allí, sin embargo, los guías ordenan dar la vuelta al Uluru para hacerse cargo de su belleza e incluso de su perímetro de 10,6 kilómetros.

Cosa semejante —caminatas de cuatro horas— ocurre con los Kata Tjuta modelados por la erosión como cúpulas o cabezas mondas: “Muchas cabezas”, les llamaban hace 50.000 años los anafngu. Y así los siguen llamando ahora, aunque ya no les sirvan para nada.

En 1992 fue abolido un decreto británico que declaraba estas tierras australes como de nadie y sin nadie. Hoy se les ha reconocido a los aborígenes la propiedad de la mitad del territorio, pero realmente no se ve un aborigen sino por casualidad. O solo se les nota precisamente en la limpieza. La limpieza que se ha hecho de su raza, sea contagiándoles mortíferas enfermedades europeas, primero; sea confinándolos, después, en reservas donde se alcoholizan a la manera de los indios norteamericanos. Excepto en el arte actual, que trata de imitar sus aderezos, su vida es tan solo un souvenir. Pero, en fin, la ausencia, ¿no puede considerarse igual a la limpieza y viceversa?

Paseando las varias horas necesarias para dar la vuelta al Uluru (el monolito mayor del mundo) se reconocen cavidades, grutas y pliegues espectaculares, obras maestras del land art. Obviamente, ni uno de esos tramos llamativos les pasó inadvertido a los anafngu que interpretaron sus colores y formas como mensajes divinos. Tan divinos que, actualmente, cuando oficialmente se ha ordenado un respeto formal por los ancestros está prohibido fotografiarlos. Los turistas que llevan continuamente sus cámaras en posición de “fuego” deben sofrenarse ante estos sensitive sites bajo la amenaza de multas tremendas.

Claro está que no se mancillaría la roca con los disparos del iPhone, pero lo que cuenta no es el objetivo o el objeto, sino el espíritu. Lo invisible de adentro y lo intangible de afuera se confunden en el mismo mandato de la limpieza extrema. No residuos en las ciudades, no retratos en los montes, no restos de las personas. La cultura del cero absoluto es ya una rama de la desmemoriada cultura perfecta.

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