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García Pelayo apuesta por el cine

El rescate internacional de la proscrita obra cinematográfica del director de ‘Vivir en Sevilla’ coincide con el estreno de su primera película en 30 años

Elsa Fernández-Santos
Gonzalo García Pelayo en su casa de Madrid.
Gonzalo García Pelayo en su casa de Madrid.Alvaro García (EL PAÍS)

Primero fue el artista y agitador (flamenco) cultural Pedro G. Romero, luego la revista de cine Lumière y, ahora, la Viennale, el Festival de Cine de Sevilla y el Jeu de Paume de París. El rescate, 30 años después de caer en el abandono, de la obra cinematográfica de Gonzalo García Pelayo, uno de los directores más iconoclastas y heterodoxos del cine español, es una de esas carambolas de la vida que a él, profesional de la ruleta, no deberían sorprenderle tanto.

¿Y quién es Gonzalo García-Pelayo? Él responde que cineasta, que siempre fue y será cineasta, pese a que la gran mayoría lo conoce como productor musical (de Triana a María Jiménez, Lole y Manuel, Hilario Camacho, Amancio Prada o Carlos Cano) o como el inventor, junto a cuatro de sus cinco hijos, de un sistema legal para desplumar casinos. Su aventura con el juego la recreó una película, The Pelayos (Eduard Cortés, 2012), pero su pasión por el cine, que había nacido mucho antes, no la conocían ni sus descendientes. “No les he dado la lata con mis frustraciones. Me he sentido desterrado del cine, abandonado por él. Si nadie me entendió para qué iba a darle yo valor. Solo ahora he creído que debían verlas”.

Siendo un joven estudiante de Filosofía en Sevilla decidió irse a París para preparar así su ingreso en la hoy mítica Escuela Oficial de Cine de Madrid. “Alfonso Guerra quiso entrar y no le dejaron. Cuando la escuela cerró por una huelga montada por el Partido Comunista yo en el fondo me alegré. Sentía que allí no aprendía nada”. Entre 1976 y 1982 rodó cinco películas —Manuela (1976), Vivir en Sevilla (1978), Intercambio de parejas frente al mar (1979), Corridas de alegría (1982) y Rocío y José (1982)—, pero cayó en el olvido hasta que décadas después su cine empezó a ser reivindicado (especialmente su película de culto, Vivir en Sevilla) como parte de un movimiento contracultural andaluz que emergió en la Transición y se desdibujó en las postrimerías de la Expo.

Charo López en 'Manuela' (1975), de Gonzalo García Pelayo.
Charo López en 'Manuela' (1975), de Gonzalo García Pelayo.

García Pelayo, ave fénix del cine ibérico según Le Monde, ha vuelto a rodar impulsado por este feliz regreso Alegrías de Cádiz, que hoy se proyecta en Sevilla después de su estreno hace unos días en Viena. Lo ha hecho movido por el amor a la ciudad que lo alimenta “espiritualmente” y con los mismos planteamientos estéticos de su cine anterior: precario técnicamente, impuro, tan callejero y libre como artificial e impostado, pegado a la realidad que respira, lleno de música y palabra y reivindicando la pifia como virtud. “A mí cuando los actores lo hacen mal me gustan un poquito más”, asegura él. “Y no es ni broma ni boutade. Me gusta mucho más la persona que el personaje. Y me gustan más los actores que lo que interpretan. De alguna manera es como si el velo se cayera, cuando el actor lo hace mal se ve la verdad de la película”.

Es esa ebullición experimental en un panorama desértico lo que de alguna manera emparenta su cine con el de muchos jóvenes cineastas de hoy, quienes, ya sea por necesidad o por vocación, beben de la estética y los ideales de los setenta. “Ese cine lo enterró Pilar Miró”, afirma García Pelayo. “Ella quiso hacer un cine de altos vuelos, crear una industria grande en la que cierto cine pequeño no entraba. Años después me contaron que incluso se opuso a un premio que iban a dar a mi última película y que para mí entonces hubiese sido muy importante porque me hubiera permitido seguir rodando. En definitiva, me fui aburrido de hacer películas que no interesaban a nadie y que al llegar a la administración se topaban con un cuello de botella que solo se abría para proyectos grandes. Creo que muchos nos quedamos en esa cuneta. Pero no me gusta quejarme, y menos echarle la culpa a la administración, la realidad es que tenemos lo que nos merecemos y nosotros no le interesábamos ni a ellos ni a nadie más”. García Pelayo sonríe y acaba echando mano de una frase de Silvio, leyenda del rock underground sevillano que también pulula por su Vivir en Sevilla: “Vamos, que yo jamás seré un protestante”.

Ese cine lo enterró Pilar Miró. Ella quiso hacer un cine de altos vuelos en el que no encajábamos", dice el director

Los ideales estéticos de su cine son, básicamente, ideales económicos: “Ser capaz de rodar con poco dinero. Y eso es algo que definitivamente no crea industria y en eso sí tenía sentido la idea de Miró. Pero también creo que, a diferencia de Portugal, no fuimos capaces de aceptar nuestra pequeñez económica y la megalomanía ha acabado con el cine español, aunque sí, tenemos grandes directores de fotografía”. Dice que sus maestros son Truffaut y Godard, que su película favorita es Gentleman Jim, de Raoul Walsh, pero que en el fondo le gustaría verse como “ese cineasta español que buscan desesperadamente en Francia, el eslabón perdido entre Buñuel y Almodóvar".

Prohibida su entrada en los casinos y dedicado a los números de caballos, fútbol y tenis, sobre el futuro mantiene la ambigua fe de los suyos: “Yo soy un individualista. Llevo tantos años pensando en el cine español y sin aclararme que solo sé que haré cine hasta los 130 años, pero que viviré de las apuestas”.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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