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Coetzee presenta a sus maestros como lector y escritor

El Nobel sudafricano publica una colección con los libros que le formaron como novelista. “En la ficción, los escritores no deben odebecer ninguna ley", afirma

EL PAÍS

Madame Bovary es la historia de una francesita sin importancia —esposa de un inepto médico rural—, quien tras un par de relaciones extramatrimoniales, ninguna de las cuales funciona bien, y después de hundirse en deudas para pagar artículos de lujo, desesperada toma veneno para ratas y se suicida”. Así arranca la introducción que John Maxwell Coetzee, Nobel de Literatura en 2003, ha colocado al frente de la celebérrima novela de Flaubert, una de las 12 obras que forman su Biblioteca Personal, la particular colección que acaba de lanzar el sello El hilo de Ariadna.

 La editora argentina María Soledad Constantini propuso al escritor sudafricano que, siguiendo el modelo de Borges, eligiera los libros clave de su formación como lector y como escritor. El autor de Desgracia, de 73 años, se puso manos a la obra: seleccionó los títulos y escribió para cada uno de ellos una introducción de una quincena de páginas en la que brilla el Coetzee crítico, el autor de obras como Costas extrañas o Contra la censura que, por si fuera poco su obra narrativa, han hecho de él uno de los mejores ensayistas literarios de la actualidad.

Los volúmenes que acompañan a Madame Bovary en el debut de una serie que por ahora solo se publicará en español son La letra escarlata (de Nathaniel Hawthorne), La marquesa de O.<TH>/ Michael Kohlhaas (de Heinrich von Kleist) y Tres mujeres<TH>/ Uniones (de Robert Musil). Les seguirán obras de Kafka, Robert Walser, su querido Daniel Defoe —en 1986 Coetzee publicó Foe, una particular versión de Robinson Crusoe— o el australiano Patrick White, premio Nobel en 1973. Aunque Coetzee, que reside en Australia, no acostumbra a dar entrevistas y aborrece glosar su propio trabajo, ha accedido a responder a EL PAÍS por correo electrónico, eludiendo, eso sí, hablar de sus novelas pese a que el protagonista de la última, La infancia de Jesús, es un niño que aprende a leer con el Quijote. “Don Quijote es un libro por el que tengo una admiración”, responde, “pero sería absurdo que yo tratara de introducirlo a un lector en español”.

Con todo, la obra de Cervantes no está entre sus 12 elegidos. “La Biblioteca Personal no es una biblioteca de clásicos universales”, aclara. “De ser así habría incluido la Ilíada, el Quijote y Guerra y paz. Por otra parte, no he seleccionado libros que simplemente he disfrutado leyendo. La biblioteca es personal en el sentido de que los libros que incluye han significado mucho para mí como escritor”. Como profesor universitario y crítico literario —asiduo de The New York Review of Books—, ¿puede separar ese trabajo de su gusto personal, en otras palabras, disfruta leyendo obras que nunca consideraría gran literatura? “Sí. Hay escritores que disfruto aunque no tengan grandes ambiciones literarias, por ejemplo, el escritor estadounidense de novela negra George V. Higgins. Pero esta Biblioteca Personal está hecha de libros que han significado mucho para mí como escritor. No importa si son canónicos o no. El de canon es un concepto que hoy se usa demasiado, como si todos supiéramos qué contiene y qué no. Pero si profundizas un poco ves que la gente no se pone de acuerdo sobre qué libros constituyen ese canon”.

Conjugando rigor y claridad, los prólogos de Coetzee explican impecablemente cada obra —ya trate de una injusticia flagrante o de un misterioso embarazo—, pero es imposible leerlos sin pensar en lo que, huyendo de la primera persona, dicen del propio antólogo. ¿Cómo no pensar en su estilo cuando cita a Thomas Mann hablando de la prosa “dura como el acero y sin embargo impetuosa” de Von Kleist? ¿O cuando recoge la idea de Flaubert de que “en su obra, el artista debe ser como Dios en su creación: invisible y todopoderoso. Se lo debe sentir en todas partes, pero no vérselo jamás?”. Esas palabras cuadrarían perfectamente a obras como Elisabeth Costello o Verano, pero cuando se le pregunta por la “impetuosa” frialdad de sus seleccionados en relación con la suya, matiza: “Walser nunca es frío. A los demás yo los describiría más como inteligentes que como fríos. Por supuesto, me siento cercano a ellos: de ellos he aprendido mucho. Sobre si el lector debe o no sentir la presencia del autor o si el autor debe o no ser visible diría que, en el terreno de la ficción, los escritores no deben odebecer ninguna ley”.

El Coetzee lector se ha dedicado especialmente a la narrativa, pero nunca ha perdido de vista la poesía (el polaco Zbigniew Herbert es una referencia constante) y su Biblioteca Personal tendrá una antología de versos. ¿Qué puede un novelista aprender de un poeta? “Cada verso de un buen poema”, contesta, “suele tener detrás el peso de un sentimiento fuerte y de un pensamiento certero. El novelista puede aprender del poeta a concentrar y a intensificar el sentimiento y el pensamiento que pone en su prosa.

Tres de los cuatro títulos que abren la biblioteca de Coetzee tienen un curioso denominador común: el adulterio. En su introducción a Madame Bovary, el autor sudafricano apunta algo que, de nuevo, podría cuadrarle a él: “Flaubert tenía dos talentos que rara vez se encuentran conjuntamente en una sola alma: una vívida imaginación poética y agudos poderes analíticos. Lo que lo convierte en un novelista de novelistas, el principal de todos, es su capacidad para reformular grandes temas morales como problemas de composición”. ¿Y qué sucede cuando una sociedad ha dejado de considerar tan traumáticos dilemas morales como el adulterio?, ¿adiós a la novela? Coetzee responde con ironía: “Me alegra oír que el adulterio como problema moral se ha resuelto. No era consciente de ello. Pero si el adulterio se ha desvanecido como asunto sobre el que construir una novela, hay otros dilemas morales que cobran protagonismo, como, por ejemplo, los planteados por gente como Julian Assange y Edward Snowden”. Parece que las novelas seguirán llenando las bibliotecas. También las de los novelistas.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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