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IDA Y VUELTA

El maestro en Venecia

Franz Werfel construye un Verdi ficticio a costa de muchos rasgos ciertos o probables del real

Antonio Muñoz Molina
Giuseppe Verdi en Sant’Agata en 1898, con Maria Carrara Verdi, Barberina Strepponi, Giuditta Ricordi, Teresa Stolz, Umberto Campanari, el editor Giulio Ricordi y el pintor Leopoldo Metlicovitz.
Giuseppe Verdi en Sant’Agata en 1898, con Maria Carrara Verdi, Barberina Strepponi, Giuditta Ricordi, Teresa Stolz, Umberto Campanari, el editor Giulio Ricordi y el pintor Leopoldo Metlicovitz.Collection Leemage

Las mejores novelas ensanchan la realidad: le añaden pormenores, provincias enteras que en seguida se nos vuelven imprescindibles. Cervantes lo sabía, y por eso hizo que cuando don Quijote llega en su vagabundeo a Cataluña se encuentre con un bandido tan real como Roque Guinart y vea desde la playa de Barcelona una escaramuza con barcos piratas berberiscos que había sido un hecho notorio para sus contemporáneos. Max Aub quiso que su Jusep Torres Campalans se cruzara con Picasso no sólo en las páginas de una novela que fingía ser una biografía sino en alguna de las fotos trucadas que la ilustraban. Daniel Defoe publicó Robinson Crusoe como la historia verdadera de un náufrago, y a Francisco Rico le gusta puntualizar que el autor del Lazarillo no es anónimo, sino apócrifo, porque la historia viene firmada por el propio Lázaro de Tormes.

Usando personajes y fragmentos de historias de la realidad igual que Picasso usaba trozos de cartón o tornillos o tubos recogidos del suelo, la novela reivindica su naturaleza bastarda y de aluvión, celebra su empeño no tanto de retratar la vida como de convertirse en una parte de ella. Si el historiador narra atado escrupulosamente a los hechos y el biógrafo, como dice Michael Scammell, es un novelista bajo juramento, el novelista pocas veces disfruta más que cuando finge seriedad de historiador o cronista y comete perjurio, como el dibujante que se aprovecha de sus facultades para falsificar documentos.

El novelista pocas veces disfruta más que cuando finge seriedad de historiador o cronista y comete perjurio

El engaño puede ser tan perfecto que resista con ventaja la comparación con la realidad. La suspensión de la incredulidad, sin la cual la ficción no ejerce su efecto, es más voluntariosa todavía por parte del lector cuando el mimetismo de la verosimilitud es más exacto. Sabemos que lo narrado no es cierto pero que no necesitaría variar casi en nada para serlo. La ficción no nos ha ofrecido una alternativa a la realidad sino una más de sus facetas posibles.

Verdi, que se sepa, no estuvo en Venecia en los días del carnaval de 1883, y por lo tanto no tuvo ocasión de cruzarse allí con Richard Wagner, de quien sí es seguro que se encontraba en la ciudad esos días, y que murió en ella el 13 de febrero de ese año. Cuando a un hecho cierto se le yuxtapone otro verosímil, pero imaginario, el uno contamina al otro de su realidad, más aún cuando el fabulador juega con un efecto óptico de simetría: los dos grandes compositores de ópera del siglo XIX nacieron en el mismo año, y sus carreras fueron a la vez simultáneas y opuestas. Cuando los dos vivían los aficionados optaban obligatoriamente por uno de los dos, como en esas competencias binarias que se establecen en el fútbol y que antes eran habituales entre los aficionados a las corridas de toros, o como cuando un aficionado a la pintura tenía que elegir entre la figuración y la abstracción. No hay constancia de que Verdi viajara solo y de incógnito a Venecia en febrero de 1883, y menos aún de que leyera allí la partitura de Tristán e Isolda y hasta hiciera el propósito de visitar a su rival, pero nada excluye que todo eso pudiera haber sucedido. Por eso tiene tanta fuerza La novela de la ópera, de Franz Werfel, que construye un Verdi ficticio a costa de muchos rasgos ciertos o probables del Verdi real, y que nos deja al final, cuando la leemos por primera vez y cuando al cabo de los años volvemos a leerla, la convicción de que hemos ahondado en el conocimiento verdadero de su vida interior. La novela es un género que se presta tan admirablemente como la pintura a los juegos del collage. En medio de la suya, Werfel corta y pega pasajes de cartas de Verdi, y su tono lúcido, entristecido y cordial se parece mucho a las reflexiones inventadas que pasan por la conciencia del personaje, a las que la libertad de la novela, otra de las virtudes del género, otorga ese impudor de los pensamientos que uno se avergonzaría de compartir con nadie, los que revelan sus flaquezas menos nobles, sus resquemores más agrios, que rara vez son los más legítimos.

En 1883, Verdi, el Giuseppe Verdi de la historia de la música, llevaba diez años sin componer nada y es muy probable, como imagina Werfel, que viviera atrapado en esa gloria paradójica del viejo maestro que se va volviendo un poco más irrelevante por cada nuevo honor que se acumula sobre él. En oficios tan inseguros como los de las artes, la egolatría puede venir segregada por el instinto de supervivencia. En Verdi y en Wagner Werfel retrata, además de a dos compositores que existieron, dos modalidades opuestas de la relación entre el talento y la egolatría. A Verdi, que nació y se crió en la pobreza, marcado por un complejo de inferioridad social, los primeros fracasos no lo abatieron, pero el éxito no llegó a darle seguridad en sí mismo. Agradecía la popularidad, pero era un hombre tímido y no sabía instalarse cómodamente en ella. Lo hería que los más exquisitos miraran su obra con la condescendencia que les merecía su origen plebeyo. Y es probable que los elogios más entusiastas le parecieran inmerecidos o infundados y que en las críticas que más le dolían sospechara un fondo de razón. Wagner tenía una seguridad insolente en sí mismo, fortalecida y exaltada por la particular devoción que personas así despiertan en círculos muy entregados de fieles.

En Verdi y en Wagner, Werfel retrata dos modalidades opuestas de la relación entre el talento y la egolatría

A los sesenta y nueve años, alojado como un príncipe con su corte en un palacio veneciano, Richard Wagner concluye Parsifal, con la certeza augusta de que ha culminado la obra de su vida. Angustiado y solo, caminando furtivamente por los callejones de Venecia, Verdi siente que para los entendidos veleidosos, partidarios de Wagner, sus óperas son vulgares y se han quedado antiguas, y que para él mismo su trabajo de tantos años no cuenta: “El caso es que de nada me sirve ya lo que llevo escrito. Es como si no existiese. Voy a cancelarlo todo. Tengo que empezar de nuevo mi obra como un joven de veinte años. Sólo que, ¡es tan tarde ya!”.

En la penumbra de un teatro, y luego en una plaza, en medio de la confusión de máscara del carnaval, Verdi distingue la cabeza abombada de Wagner y sus dos miradas se cruzan, aunque no está seguro de que el otro lo haya reconocido, o de que el gesto que parece que ha hecho no sea de desdén. En su rechazo hacia una música que tantos consideran superior a la suya hay el miedo a una indeseada admiración. Asqueado de la tentación de una falsa maestría que no sería más que parodia de viejas destrezas, Verdi arroja al fuego la partitura de un Rey Lear en el que ha trabajado extenuadoramente treinta años. La música del porvenir no puede ser la del pasado. Cuando por fin se atreve a mirar Tristán tiene una sensación no de hostilidad sino de reconocimiento, de alivio. No sabe que le espera un estallido tardío y jovial de talento, y que esa música a la que le tuvo tanto miedo le ayudará a encontrar la libertad espléndida de sus dos últimas óperas.

www.antoniomuñozmolina.es

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