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Un okupa en la casa del barroco

El Museo Nacional de Escultura de Valladolid rompe un tabú Se abre al arte contemporáneo con una exposición del artista mallorquín Bernardí Roig

Una de las obras de Bernardí Roig, entre las tallas religiosas del Museo de Escultura de Valladolid.
Una de las obras de Bernardí Roig, entre las tallas religiosas del Museo de Escultura de Valladolid.

Del sobrecogedor e impertérrito realismo de la escultura barroca ya se tuvo noticia hace tres años con la magnífica exposición Lo sagrado hecho real (The sacred made real),celebrada en la National Gallery de Londres. La mayor parte de las piezas de aquel tesoro provenían del Museo de Escultura de Valladolid. Ahora, un inesperado okupa, que atiende al nombre de Bernardí Roig, escultor mallorquín para más señas, se ha instalado en los espacios del colegio de San Gregorio, tradicionalmente dominado con gesto doliente por las obras maestras de Alonso Berruguete, Felipe Bigarny, Pompeo Leoni, Juan de Juni o Gregorio Fernández.

Allí, mimetizada con el ambiente, se puede ver una exposición temporal de las piezas inequívocamente blancas del artista, que también se adentran en la vecina Casa del Sol, hogar de la colección de vaciados de escultura antigua (60 escogidas entre 3.500) que hasta 1961 se expuso en el Casón del Buen Retiro de Madrid como Museo de la Copia y que estuvo dando tumbos por distintas sedes hasta recalar en Valladolid.

Sin diálogos forzados y con una intervención mínima en el discurso del museo, Roig (Palma, 1965) ha colocado sus inquietantes hombrecillos como compañeros de viaje de las dramáticas, macabras y violentas figuras carnales que pueblan las salas.

La pieza titulada Perplexity exercices (Vol. II) es la primera de las nueve que Roig ha colado en el edificio, obra cumbre del gótico-isabelino y uno de los ejemplos más desarrollados del gusto de los Reyes Católicos. Representa a un hombre con síndrome de Down, desnudo de cintura para arriba, con el pantalón desabrochado, en obstinado balanceo frente a un tubo fluorescente. “En este hombre hay un desajuste frente a la belleza idealizada”, explica el artista, “su presencia es como un susurro en la entrada. El blanco es la encarnación de la ausencia y todas mis piezas se han ido colocando por el museo sin hacer ruido. No hay enfrentamientos. Son como el sonido de la carcoma junto a esos tremendos retablos y figuras de madera”.

María Bolaños, responsable del museo desde hace cuatro años, está entusiasmada con la idea de incorporar el arte contemporáneo entre las vetustas inspiraciones de la colección permanente. Es más, cree que será un aliciente para superar los 100.000 visitantes anuales que, de momento, recibe la institución.

Otro de los hitos más interesantes del recorrido lo compone Ejercicios para chupar el mundo, original idéntico al que resultó dañado en la última edición de Arco. La pieza se exhibe delante de la Santa Eulalia crucificada de Luis Salvador Carmona y a poca distancia del maniquí de san Antonio Abad esculpido por Benito Silveira. Esta obra hueca y con ropa interior, a la que posteriormente se vestía, es una de las más curiosas de la colección permanente del museo; lo mismo que el demonio anónimo con rostro hiperrealista, una figura que produce estupor desde su pedestal.

No se ha atrevido Roig a intervenir en la gran sala dedicada a los pasos de Semana Santa. En cambio, está muy satisfecho de dos autorretratos que incorpora en la galería de bustos ilustres de la Casa del Sol. En esta pared se exhiben moldes copiados de los grandes maestros griegos y romanos. Los bustos de Roig, uno en bronce y el otro en yeso, irán juntos, pero el espectador tendrá dificultades para localizarlos.

Mientras remata la exposición de Valladolid, Bernardí Roig trabaja ya en el que será su gran proyecto para el próximo año, en la Phillips Collection de Washington, una de las colecciones privadas más importantes del mundo. Comisariada por Vesela Sretenovic, se expondrán esculturas, vídeos y dibujos del artista. Con el alarido como denominador común, planteará una reflexión en torno al artista francés Honoré Daumier, uno de los creadores espléndidamente representados en esa colección, una reflexión sobre lo grotesco y lo ridículo de la relación del público burgués con los museos, y de su incapacidad para comprender lo que ve.

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