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El sueño del paso a la India

En una carta fechada el 20 de enero de 1513 Vasco Núñez de Balboa da cuenta al rey de España de grandes secretos: el principal es el oro

'Toma de posesión de la Mar del Sur' de Vicente Urrabieta. Museo Naval. Exposición La exploración del Pacífico. 500 años de historia' que exhibirá Casa de América en Madrid, del 2 de octubre al 2 de febrero de 2014.
'Toma de posesión de la Mar del Sur' de Vicente Urrabieta. Museo Naval. Exposición La exploración del Pacífico. 500 años de historia' que exhibirá Casa de América en Madrid, del 2 de octubre al 2 de febrero de 2014.

En una carta fechada el 20 de enero de 1513 Vasco Núñez de Balboa da cuenta al rey de España de “las cosas y los grandes secretos que en esta tierra hay, de que Dios os ha hecho dueño, y a mí me las ha dejado descubrir primero que a otro ninguno”. Al señor, entonces, de toda aquella tierra le confía Balboa los secretos que él ha sabido desentrañar “con buena industria y muchos trabajos”. Los secretos son dos: uno, que por fin, en el oeste del Darién, ha encontrado una tierra donde hay oro en abundancia, de la cual ha hecho ya la separación del quinto real; dos, que los caciques le han contado que más allá de sus provincias, a solo tres jornadas de marcha hacia el sur, hay otro mar en cuyas costas e islas el oro es más abundante aún. Allá, “en la otra mar”, los ríos fluyen cargados de grandes pepitas de oro, en los cauces de los arroyos secos el oro se coge sin siquiera cavar, abierto como está a quien quiera tomarlo; el oro, por otra parte, es tanto que se lo guarda en tarimas hechas de ramas, porque guardarlo en cestas sería imposible, y los nativos lo tienen en tan poco que los cambian con los extranjeros por algodón. Para llegar hasta allí, y apoderarse de esas riquezas fabulosas todo lo que Balboa necesita es un refuerzo de quinientos hombres de la isla Española, cuyo envío ruega al rey.

La carta va y viene sin mayor orden entre protestas de fidelidad, descripciones de sus padecimientos al marchar entre las ciénagas y los ríos caudalosos, la seguridad de que lo que le han contado es cierto, la exaltación de su conducta justa en el reparto de los bienes habidos y de su habilidad para sonsacar a los indígenas; como en una película porno, cuyo escaso argumento es desarticulado cada dos por tres por “la cosa en sí”, el discurso cada tanto se deshilacha como tal y retorna obsesivamente a la palabra “oro”, el oro del que están hechas las vasijas del otro mar, las piezas de oro que los caciques del otro mar guardan en sus casas en abundancia tal “que nos hacen estar a todos fuera de sentido”. Solo tiene una disposición más o menos estratégica en la carta la rogativa final, de que los hombres que se le envíen no sean bachilleres en Leyes “porque ningún bachiller pasa acá que no sean diablo y tienen vida de diablos, y no solamente ellos son malos más aún hacen y tienen forma por donde haya mil pleitos y maldades”.

Razón tenía el mínimo hidalgo Vasco Núñez para pedir esto último: él mismo había puesto preso y enviado a la fuerza de regreso a España a un bachiller designado por el Rey, y perdería unos años después la cabeza ejecutado por otro. Entre medio, y sin esperar la ayuda pedida, se lanzó a la conquista de aquellas otras costas del aquel otro mar rebosante de oro, y ganó para sí el título de haber sido el primero en divisar el Pacífico. Stefan Zweig ha relatado en una deliciosa miniatura la historia de aquella aventura, de aquella fuga hacia adelante, hacia la riqueza, que debía redimir a Balboa de las acusaciones de rebelión que pesaban sobre él. Debía redimirlo, pero no lo redimió: a la postre el descubrimiento ni lo hizo rico ni le salvó la vida; irónicamente, esa misma carta del 20 de enero, llegada al Rey casi un año más tarde, después del descubrimiento del Pacífico, dio origen a la expedición de Pedrarias que había de prender y decapitar a Balboa. El oro, el quinto real que acompañaba a la carta, se perdió en algún lado, igual que un indígena que Balboa enviaba con el oro para que explicara, lenguaraz mediante, cuánto más había en los territorios recién conquistados.

Si los motivos y la aventura de Vasco Núñez han sido magistralmente tratados por Zweig, reescribiendo las crónicas de Pedro Mártir y de López de Gómara, algunas otras partes de la historia aún dejan espacio para algunas preguntas. ¿Por qué llamó Balboa “Mar del Sur” al que había descubierto? La razón más obvia —porque cruzó el istmo que hoy llamamos de Panamá de norte a sur para llegar al Pacífico— podría no ser la única. Hay que recordar que a su muerte Colón todavía creía haber descubierto el camino a la China por el oeste. Por muchos años América siguió siendo, salvo para unos pocos estudiosos, un continente fantasma, una estribación del Asia o una barrera un tanto incómoda para llegar a las Islas de las Especies. En su primer viaje, acompañando a Alonso de Ojeda, Vespucio navega miles de kilómetros al sur, hasta la Patagonia, buscando el mítico Cabo de Cotigara que Ptolomeo describiera a partir de los relatos de Marco Polo; o sea, el punto que al sur de la China daba paso al estrecho que llevaba a la India. Solo más tarde logra calcular, sin instrumentos pero con asombrosa exactitud, el diámetro del Ecuador terrestre con menos de 80 kilómetros de error; era el mismo cálculo que habían hecho los griegos dos mil años antes, y el que manejaban los geógrafos de los Reyes Católicos que tanto desconfiaron, con razón, de que Colón pudiera llegar a las Indias en uno o dos meses de navegación. Un cálculo así destruía la idea de que América era el Cipango o el Catay de Marco Polo, forzando a pensar en un nuevo continente.

Modelo de carabela Pinta de 1989.
Modelo de carabela Pinta de 1989.

Sin embargo, lo que España quería era hacer por el Oeste lo que los portugueses habían logrado por el Este, obtener un paso marítimo a las Indias, y este deseo era lo bastante imperioso como para dominar la realidad: las tierras descubiertas tenían que ser el Asia o estar cerca de ella, o, más precisamente, ser la India, o estar muy cerca ella. El deseo o, si ustedes quieren, el sueño, se sobrepone a los cálculos de los geógrafos y, de paso, modela el lenguaje: durante siglos la Corona promulga Leyes de Indias, convoca a su Consejo de Indias y aún hoy nos hacemos un lío para distinguir los indios de la India de los indios americanos. Es inevitable pensar que la idea del paso austral de la China a la India pesara sobre el nombre de Mar del Sur que Balboa impuso al Océano descubierto. En este nombre, América sigue siendo una suerte de fantasma, de delgado paso entre los mares, aunque a la postre, al cabo de unas décadas, el mismo hecho del descubrimiento del Pacífico terminara por configurar a ese fantasma en un ser real.

La alucinante historia de la violencia y las penurias sufridas e infligidas por Balboa, marchando entre los manglares y las montañas, lanzando su pólvora y sus perros sobre los indígenas, “tomando posesión del mar” metido en él hasta la cintura en una escena que oscila entre lo ridículo y lo sublime, muriendo al fin decapitado, toda aquella pesadilla invita a la reflexión sobre el oro, el oro “que nos hace estar a todos fuera de sentido”*. Más allá de los motivos de Balboa y de los desesperados que lo acompañaban, más allá de la competencia de poder de los reinos de España y Portugal, el oro aparece cargado de un plus: es otra vez, como el paso del sur, un sueño, el sueño español de prolongar su Edad Media en los siglos por venir. Si el descubrimiento de América que Colón inicia y Balboa sin saberlo completa abrió paso a la Edad Moderna, no lo hizo de un modo uniforme: para España, que venía de terminar la guerra al moro, significó la posibilidad de seguir siendo unos siglos más una nación guerrera, una nación en la que el comercio y la industria eran incompatibles con la nobleza, aún con esa pobre nobleza que era la hidalguía. La España que el oro americano prolonga fluyendo desde América hasta la Europa protocapitalista es la España del Quijote, una nación envuelta en una ensoñación arcaizante. Las expresiones de ese sueño van desde la noble locura del hidalgo hasta la Disneylandia pseudomedieval de Cáceres, una ciudad donde los indianos se construyen palacios de muros espesos como fortalezas militares, ya no para defenderse de nadie sino para darse el gusto.

Un gusto caro: había de pagarlo, a la larga, la propia España, entrando a la modernidad tardía y desacompasadamente*.

En una versión especular, pero curiosamente coincidente con este quedar “fuera de sentido” el príncipe Panquiaco habla de la “ceguera y locura” que el oro genera en la mente de los españoles. Cuando estos, tras recibir unos 1250 kilos de oro de regalo de su padre el rey, empiezan a reñir por el reparto. Panquiaco se da un puñetazo en el pecho, derriba la balanza en que estaban pesando el oro y da uno de los más hermosos discursos que tengamos en la historia de Indias: “Si yo supiera, cristianos, que sobre mi oro habíades de reñir, no vos lo diera, ca soy amigo de toda paz y concordia. Maravíllome de vuestra ceguera y locura, que deshacéis las joyas bien labradas por hacer de ellas palillos, y que siendo tan amigos riñáis por cosa vil y poca. Más os valiera estar en vuestra tierra, que tan lejos de aquí está, si hay tan sabia y pulida gente como afirmáis, que no venir a reñir en la ajena, donde vivimos contentos los groseros y bárbaros hombres que llamáis. Mas empero, si tanta gana de oro tenéis, que desasoseguéis y aun matéis los que lo tienen, yo os mostraré una tierra donde os hartéis de ello”. Este es el punto de la historia, tal como la narra López de Gómara, en que Balboa recibe la noticia de “otro mar” donde viven gentes riquísimas en oro. Es sugestivo que la noticia haya surgido así, del ataque de ira de Panquiaco, que quizás a esa altura solo quería enviarlos más allá de su propia tierra. Por otra parte, habrá que esperar unas cuantas décadas hasta que las mejores cabezas de Europa, como Montaigne, introduzcan la discusión acerca de qué es pulimiento y civilización y que es ser bárbaro y grosero (cfr. Jean Starobinski, Remedio en el mal, Madrid, La Balsa de la Medusa, 2000).

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