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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un reaccionario entrañable

La habilidad literaria de Mutis descansaba en su apasionada vocación de heterodoxia

José María Lassalle
El escritor colombiano, Álvaro Mutis, en su casa de México D. F.
El escritor colombiano, Álvaro Mutis, en su casa de México D. F.Marcelo Salinas

Hace apenas dos meses crucé mis últimas palabras con Álvaro Mutis. Fue telefónicamente y sonaron desde el principio a despedida. Un viaje a México me llevó a quererlo ver como otras veces, pero esta vez me pidió que no me acercara a su casa. Estaba muy cansado después de un accidente doméstico del que no acababa de recuperarse. Carme, su mujer, ya me había advertido de que todo iba lento. Demasiado lento. Cuando escuché su voz comprendí que no habría probablemente más oportunidades de disfrutar de su conversación de criollo virreinal. Aquel hilo de voz no podía esconder que la edad pesaba sobre los hombros de Mutis con las alas de la eternidad. Se le notaba apagado, sin ganas de desplegar aquel aliento infatigable con el que disfrutaba bromeando con sus oyentes. “Seguro, nos veremos pronto”, me dijo con ese saber estar colombiano que ponía en cuanto hacía y decía. Y entonces, mientras la luz del atardecer del D. F. se adueñaba de las cosas con un colorido estremecedor, los dos supimos que no habría otra vez. Y así fue.

Hoy, al evocar su figura solo puedo decir que Álvaro Mutis fue un seductor de la palabra. Uno de esos caballeros del pasado, que todavía creían posible los milagros de la belleza intemporal que es capaz de plasmar la literatura cuando se afronta con vocación de trascendencia. Su voz como poeta y su talento como novelista le valieron premios acá y allá de nuestro Atlántico hispano. Unos y otros certificaron lo que se palpaba con la experiencia mágica de leerlo: que era grande, muy grande. De hecho, sus novelas son una reflexión sobre la inevitabilidad de la decadencia. De cómo abordarla con la elegancia de la épica aventurera, también en el corazón de los trópicos. Precisamente, una de las cosas que más le agradeceré como lector es haberme devuelto la dicha de asomarme a ella gracias a ese personaje que bautizó como Maqroll el gaviero. Y no solo porque resuenen a su paso las pisadas literarias de Conrad, Melville, Stevenson, Mac Orlan o Mohrt, sino porque en su alma late el aliento de ese Mediterráneo milenario en el que se entrecruza la sabiduría de quienes miran la línea del horizonte sin la ansiedad de rendir cuentas al presente.

Reaccionario entrañable para el que el mundo dejó de tener interés tras la caída de Constantinopla o la degollina de Luis XVI y María Antonieta, su habilidad literaria descansaba en su apasionada vocación de heterodoxia compulsiva. Una heterodoxia provocadora que nunca dejaba de sonreír ante el espectáculo de las ideologías y de lo políticamente correcto, criaturas a sus ojos de una Modernidad suicida que no le interesaba lo más mínimo. Quizá porque era de otra estirpe. La de aquellos que, como su amigo Nicolás Sánchez Dávila, no dudaban en afirmar que: “El progreso es el azote que nos escogió Dios”. Lo dicho: un fascinante provocador. Lo echaremos de menos.

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