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Nadine Gordimer habla de la decepción sudafricana

A sus 89 años, Nadine Gordimer publica 'Mejor hoy que mañana' (Acantilado) Tras dos décadas sin 'apartheid', Sudáfrica presenta “una impresentable brecha social”, asegura

Nadine Gordimer, en su casa de Johannesburgo.
Nadine Gordimer, en su casa de Johannesburgo.Jordi Matas

Una casa de Parktown West, un suburbio de clase media-alta de blancos, a pocos kilómetros del ruidoso centro de Johanesburgo. Cruje el suelo de madera en el piso de arriba mientras un mayordomo vestido de calle coloca cuidadosamente un teléfono inalámbrico y una campanilla dorada encima de una mesa de café. Pasan pocos minutos de las 15.30, la hora de la cita, cuando aparece una mujer menuda que anda lentamente con la ayuda de un bastón, saluda amablemente y se sienta en una silla de madera en una habitación llena de libros, bustos de escritores y flores.

Lleva pantalones anchos grises y un jersey rojo que le queda también holgado. Es Nadine Gordimer, escritora sudafricana con 15 novelas y una docena más de relatos cortos. Galardonada y reconocida en todo el mundo, obtuvo el premio Nobel de Literatura en 1991, “un año donde todo el mundo era optimista”. En su currículo es imposible obviar su activismo contra el apartheid y su compromiso “por devolver la dignidad a la población negra sudafricana”.

“Soy vieja, puede que con espíritu fuerte, pero carnes débiles. Mejor que hablemos de otra cosa”, dispara cuando se le pregunta cómo se encuentra. Gordimer tiene carácter seco y frena toda pregunta que entienda como “cuestiones personales”, educadamente, eso sí. “No hablo de la muerte como tampoco de mi vida amorosa. Todo lo que el lector debe conocer sobre mí está en mis libros”, se justifica. Así que escribir sus memorias “de blablablá” no está entre sus planes.

Publica en castellano su última novela, Mejor hoy que mañana (Acantilado), otra historia que escarba y radiografía el país de Nelson Mandela, figura “muy querida” para esta mujer que el próximo 20 de noviembre cumple 90 años. A pesar de estar de promoción, a la que puede muestra su “decepción” por la realidad del país.

No he sido nunca una escritora política, pero la política está en mis huesos, mi sangre, mi cuerpo

En la entrevista no coge las gafas que tiene sobre la mesa y responde mirando a los ojos, sin prestar atención al fotógrafo que no para de buscar encuadres diferentes y a quien ha advertido que no le gusta que le hagan fotos mientras conversa. Si no fuera porque lo suyo es la ficción, Gordimer podría ser considerada como la notaria o cronista sudafricana porque su obra está amarrada de los problemas, miedos, deseos, retos del país. “No he sido nunca una escritora política, pero la política está en mis huesos, mi sangre, mi cuerpo”, apunta, por lo que se entiende ese empecinamiento en que sus personajes respiren y sufran por los momentos políticos del país.

Su última obra arranca en la Sudáfrica democrática, con unos líderes políticos entregados a la corrupción, que han defraudado y traicionado la vieja causa, en la que ella misma militó. El apartheid le prohibió tres libros (Mundo de extraño, La hija de Burger y La gente de July), pero Gordimer “nunca” pensó en el exilio, aunque pasó largas temporadas en el extranjero.

En medio de esta Sudáfrica libre, Steve y Jabu, un matrimonio formado por un químico blanco y una abogada negra, se mantiene en la lucha, pero de manera distinta a sus tiempos en la clandestinidad. Con el régimen supremacista blanco, ambos eran fugitivos que sabían lo que querían y quién era el enemigo, pero una vez se ha acabado con la institucionalización del racismo “les pesan sus pasados diferentes”. Uno reniega de su blanca familia, a pesar de que aceptan su relación con Jabu, mientras que ella se acerca aún más a su padre, un pastor anglicano que tras haberle abierto las puertas a una buena educación le reclama tradición.

En qué barrio vivir, cuántos hijos tener, emigrar o quedarse son “tensiones que desestabilizan a la pareja”, relata la autora, pero a diferencia de muchos camaradas ambos logran mantener integridad moral e ideales. “Yo no estoy en ninguno de mis libros, no me busquen en ningún personaje”, afirma.

Niega Gordimer que esos luchadores, con Mandela a la cabeza, pecaran de “ingenuidad” en los noventa. “Estábamos totalmente concentrados en devolver la dignidad a los negros, en los derechos humanos, en acabar con las leyes del apartheid y en evitar una guerra civil. Sabíamos lo que hacíamos, pero no vimos qué iba a ocurrir”, aclara. Lo que ha pasado en estos 20 años es que a pesar de la democratización y del “triunfo de la pequeña clase media negra”, Sudáfrica presenta “una impresentable brecha social”. En su punto de mira, el presidente Jacob Zuma, “un antiguo héroe ahora misteriosamente hambriento de poder y un absoluto corrupto”, que en su opinión ilustra los “desastres de la gestión de los líderes negros”. En la novela retrata a Zuma durante su juicio real por violación y del que salió inocente, no sin antes dejar perlas como que en la cultura zulú “la obligación de un hombre es dejar satisfecha a una mujer excitada”.

Para la escritora, el presidente Jacob Zuma es “un antiguo héroe ahora hambriento de poder y un absoluto corrupto”

Votante del Congreso Nacional Africano (ACN), la novelista admite que su “decepción” la obliga a reflexionar si se mantendrá fiel a las siglas en las elecciones de 2014. Gordimer recuerda que con “10 u 11 años” se dio cuenta de que “pertenecía a un mundo blanco opresor”. Una noche la policía irrumpió en su casa en busca de alcohol, prohibido a los negros, en la habitación de la criada. Lo que más le dolió a la niña Nadine es que sus padres permitieran a los agentes entrar sin pedir permiso. Con los años, ingresó en el ilegal ACN de Mandela, a quien conoció a finales de los cincuenta.

Se le ilumina la cara, surcada de arrugas, cuando pronuncia Mandela o Madiba. Lo admira. En esto hay que decir que no es nada original y se deshace en elogios por su “enorme personalidad y seguridad en sí mismo, pero sin vanidad, es una seguridad de ser negro y pertenecer a un grupo que tiene derechos”.

Estando Mandela cumpliendo cadena perpetua, su abogado George Bizos le hizo llegar un ejemplar de La hija de Burger y aquel, en agradecimiento, escribió una carta a Gordimer. Años más tarde, en 1990, cuando salió en libertad, la escritora fue una de las primeras personalidades en reunirse con él.

Cuenta que la última vez que lo vio fue “hace poco más de un año” y ahora desearía que “lo dejaran ir tranquilamente, después de habernos dejado un mundo mejor y habiendo hecho grandes sacrificios”. Otra vez “el maravilloso Bizos” fue su pasaporte a Mandela y los tres tomaron en la mansión de Madiba un “desayuno simple, pero abundante”. El expresidente ya estaba enfermo, con escasa movilidad e interesado en conocer novedades “de antiguos camaradas de la lucha”. Los tres compartieron la “preocupación” por los problemas sudafricanos.

Son estos los mismos retos ante los que sitúa a Juba y Steve, que asisten atónitos a cómo antiguos compañeros se dejan vencer por el dinero y el poder, que se desesperan por la pobreza o el desempleo que azota a los negros, por la epidemia del sida que durante los primeros años de democracia fue banalizada por el Gobierno o por la dicotomía modernidad y tradición tribal. No falta tampoco la llegada de inmigrantes de países africanos a Sudáfrica, víctimas de la xenofobia de los más desfavorecidos de la sociedad, los mismos que sufrieron las injusticias racistas del apartheid. Como tampoco la violencia, de la que la escritora fue víctima. Un ladrón la sorprendió a ella y a su “asistenta y amiga” Rebecca hace unos años. “Quería armas, pero solo consiguió un poco de dinero y cuando me arrancó mi anillo de casada y mi reloj, Rebecca rompió a llorar”, recuerda. Fue entonces cuando el joven golpeó brutalmente a la mujer y Gordimer acertó a reprenderle con un “podría ser tu abuela”. Consecuencia del robo son “unas horribles rejas eléctricas” que protegen la vivienda de dos plantas, cuenta resignada.

Con Mandela, Gordimer comparte haber sido escogida una de los 21 iconos (“odio esa palabra, como si fuéramos una estatua de mármol”, se queja entre risas) sudafricanos, en un proyecto del fotógrafo Adrien Stein. ¿Cómo espera ser recordada? “Jamás pienso en ello. Me gustaría que mis libros continúen leyéndose, aunque ¡cuántos autores han sido olvidados!”. Vuelve la sonrisa a sus labios.

Tú no decides ser escritora. Solo hay un camino, leer, leer, leer para que se despierte el don de la escritura

Gordimer nació en 1923 y se crió en una pequeña aldea minera cerca de Johanesburgo, hija de un judío letonio y una asimilada británica. Poca diversión más allá de ir los “sábados a la biblioteca” con su madre y coger prestados libros infantiles o actuar en la compañía de teatro de aficionados. Su estreno literario fue en 1949, con 26 años, con Face to face, y dos años después The New Yorker le publicó una historia corta. “Tú no decides ser escritora, simplemente naces con un impulso natural que no se aprende en las escuelas. Solo hay un camino, leer, leer, leer para que se despierte el don de la escritura”, subraya.

La lectura o, mejor, la falta de lectura le preocupa. “No hay bibliotecas en las escuelas en Sudáfrica, no sé qué pasa en Europa o España”; y los jóvenes, se lamenta, “prefieren mirar fotos o conectarse a Twitter”. No todos son malos presagios y ella misma se encarga de animarse. “Se continúa publicando, aparecen incluso editoriales valientes y en mi país surgen escritores infantiles en lenguas africanas que pueden ayudar a esa inmensa masa de lectores que son los niños negros que no tienen el inglés como lengua materna”.

Su residencia rezuma literatura y si alguien imagina la casa de un escritor, sin duda encontraría muchos detalles. No quiere fotos en su despacho —“pertenece a mi intimidad”— presidido por un ordenador de pantalla gigante. Continúa escribiendo “un poco” y se niega a dar pistas sobre qué. “Creo que trae mala suerte”, dice sin excusarse. De su obra, dice sentirse especialmente satisfecha de La hija de Burger (1979) y El conservador (1974), “que trata sobre a quién pertenece la tierra y no hay muchos libros que hablen sobre el tema”. Nada de lo que arrepentirse literariamente.

Escribir y leer, claro. Ahora está entretenida con autores chinos y árabes. “Leo mucha novela, pero me encantan los relatos cortos, como los libros de gente que ha vivido increíbles situaciones, especialmente de mi propio país o continente, África”, detalla mientras palpa la portada de color amarillo chillón de Suspended revolution (revolución suspendida). El libro lo firma “el valiente” Adam Habib, el vicerrector de la Universidad de Witwatersrand de Johanesburgo, conocido por no tener pelos en la lengua y que en esta obra reflexiona sobre cómo Sudáfrica ha llegado a esta situación que Gordimer califica de “decepcionante” y anima a las élites a dar un paso al frente para solucionar los problemas. La política, siempre.

Faltan tres meses para el cumpleaños de Gordimer. “No es nada, una casualidad que el cuerpo dure tanto”. Si por ella fuera pasaría una jornada sin más, pero teme que sus “amigos estén tramando algo”. Confiesa que lo que a ella le apetecería es “coger un avión hacia Francia”, donde vive la familia de su hija. Allí, chapurrea el francés, la única lengua extranjera que habla, y es la ouma (abuela en afrikáner) porque en inglés, grandmother, le disgusta.

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