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La calle toma el arte en Estambul

Polémica y comprometida, la bienal plantea recobrar el espacio público para la discusión política El evento aporta el diálogo Asia-Europa al circuito de las citas internacionales

Estrella de Diego
El estadounidense David Moreno es uno de los artistas escogidos por la comisaria Fulya Erdemci para la 13ª Bienal de Estambul.
El estadounidense David Moreno es uno de los artistas escogidos por la comisaria Fulya Erdemci para la 13ª Bienal de Estambul.SEDAT SUNA (EFE)

Cuando la turca Fulya Erdemci, comisaria general de la 13ª Bienal de Estambul, pensaba en la propuesta teórica para esta edición —que abre hoy sus puertas al público— no podía imaginar lo premonitorio de su planteamiento. Su tesis se centraba en el nuevo uso de los espacios públicos, en la posibilidad de tomarlos para dar la vuelta a lo que el poder impone a los habitantes de las ciudades que poco a poco son expulsados de sus barrios, literal o metafóricamente. Y justo en los días previos a la inauguración los manifestantes volvían a la plaza de Taksim tras la muerte de un joven y la policía volvía a cargar contra ellos, a pesar de que en principio se trataba de protestas pacíficas.

No era la primera vez que la realidad y sus formas de tomar el espacio en Estambul sorprendían a Erdemci. Cuando los eventos se precipitaron el 28 de mayo, después de que la policía quemara las tiendas de los indignados en el parque Gezi, el equipo de la Bienal se hallaba en Venecia. Se unieron a la protesta la noche misma de su regreso. La cuestión era difícil de obviar, desde luego, porque había ocurrido algo que raramente pasa con el arte actual, que sí, habla de política, pero a menudo lo hace en guetos especializados. Las aspiraciones de la Bienal habían sido desbordadas por la realidad, en Taksim y sus alrededores, en medio de botes de humo, carreras y grafiti, los mismos que aún se pueden contemplar no lejos de una plaza ya mítica, desde el café-librería Ada, en una calle donde la Bienal tiene dos sedes.

Por eso, ya en mayo Erdemci se replanteaba algunas cosas. Si además de las exposiciones estaban previstas intervenciones en los espacios públicos... ¿para qué salir a la calle y reflexionar sobre sus usos si esta había echado a andar por sí sola, si se había puesto a plantear esas cuestiones de forma espontánea? Más aún: cuando las calles vibran, es importante no quitarles el protagonismo.

Este cambio de estrategia —reconducir los eventos públicos— obligaba a la Bienal a buscar sedes de última hora, motivo por el cual hay momentos en los que al pasear por la muestra las cosas parecen un poco fracturadas, hiladas con pespuntes apenas. Aunque quizás esa sensación de fragmentación deriva de algo más profundo: la ciudad y sociedad parecen estar resquebrajadas. Y tal vez todo eso ha salido a relucir entre las piezas en las salas.

Una visitante, ante la obra La Mento, del artista mexicano Gonzalo Lebrija.
Una visitante, ante la obra La Mento, del artista mexicano Gonzalo Lebrija.SEDAT SUNA (EFE)

Esta no es una exposición al uso. Las circunstancias históricas han ocasionado que la 13ª Bienal de Estambul y sus preguntas sobre el espacio público se hagan realidad en las calles, y por eso la Bienal ha querido que la entrada sea gratuita. “Son tiempos de solidaridad”, se oía decir a alguien. Por eso, más allá de esos pespuntes, tengo la impresión de que será una bienal histórica por lo oportuno del planteamiento en un Estambul a medio camino entre boom económico y una colectividad que no está dispuesta a perder sus libertades civiles y laicas.

Así, frente a esas estrategias y la codicia del poder, Erdemci propone un espacio intermedio donde parecería posible replantear la realidad lejos de las estrategias al uso. Se trata de un espacio sutil que se está escapando mientras se nombra y por eso también a veces al pasear se tiene la sensación de que se abren los pespuntes. Podría ser intencionado y que lo que se anda buscando es huir de los discursos contundentes y cerrados a los cuales nos tienen acostumbrados los grandes eventos artísticos.

No en vano, el título de la Bienal toma prestado el de un libro de la poeta turca Lale Müldür, nacida en 1956: Mamá, ¿soy un bárbaro? El bárbaro era en la Grecia clásica el que no hablaba griego, el extranjero, el opuesto al civilizado, y es alrededor de esa dicotomía donde se mueve el marco teórico de la bienal.

Es la necesidad de encontrar un espacio y un lenguaje donde se pueda volver a narrar desde otros lugares. Así ocurre con muchos proyectos de mujeres, siempre en busca de fórmulas alternativas de decir diciendo, siempre tratando de evitar un discurso del poder que conoce cada fórmula narrativa de memoria. Se trata del lenguaje del extranjero, del que, al llegar, formula las preguntas en el lugar donde llega, sencillamente, porque no da nada por hecho.

“Aquí estoy con una gran pregunta”, escribe precisamente Müldür, protagonista y activista también de una película que se expone en la que para mí es la sede más contundente y más poética, la Escuela Griega. “Lo preguntaba para estar segura de que / soy uno de esos grandes poetas / de los cuales hablaba Proust. / Los alfabetos son insuficientes. / Son tan insuficientes que a veces / es complicado diferenciar / entre los dos, la gente/ y los poetas”.

Esos espacios intermedios, esas nuevas narrativas, son perseguidos en esta edición y por eso la comisaria ha escogido con cuidado a los artistas, en su mayoría fuera del ámbito estadounidense y europeo. Llama la atención la enorme cantidad de creadores de América Latina y algunos clásicos como Gordon Matta Clark, que está ahí quizás por motivos sentimentales.

Los turcos también parecen bien representados, aunque sin lugar a dudas una de las obras más extraordinarias es el vídeo de Halil Altindere —que se pudo ver en la exposición del Centro Dos de Mayo de Móstoles—, donde se reflexiona sobre la destrucción de la ciudad de Estambul para volver a construir en sus barrios. Dicha obra se halla en la sede principal, que está organizada en plazas para hablar del espacio público y del monumento.

Algunas de las obras más cohesionadas reflexionan estas cuestiones, como la de la cairota Amal Kenawy o la brasileña Cinthia Marcelle, con su fabuloso vídeo que muestra el modo en el cual los residuos se acumulan a la izquierda y derecha dejando una fractura central.

No faltan colectivos como los ingleses Freee o Maider López —la única española, además de Galindo y Sierra de quienes se muestra la obra que presentó en Madrid Helga de Alvear— que reflexionan sobre los caminos impuestos y sus alternativas. O propuestas performáticas contra los modos de producción del poder (Hito Steyerl o Mika Rottenberg).

Pero sin lugar a dudas una de obras que mejor muestra la potente tesis de Erdemci, a cuya altura no llegan a veces los trabajos presentados, es el vídeo de Annika Eriksson, rodado en las afueras de Estambul y donde se muestran unos perros vagabundos, exiliados, expulsados de la ciudad, como muchos de sus habitantes en esa operación perversa del poder de quedarse con todo. La obra, el recorrido más poético y más político, lleno de esos espacios intermedios que la comisaria identifica como los de la poesía, plantea de una forma inusitada la reflexión de Lala Müldür: los alfabetos son tan insuficientes que a veces es complicado diferenciar entre la gente y los poetas.

No muy lejos de allí, en Taksim, la gente, convertida a su modo en poeta en los espacios públicos de Estambul, sueña con un día siguiente distinto.

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