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la cara 'b' del mundo

La decadencia en alquiler

El príncipe Caravita di Sirignano fue el último gran noble mundano de Roma Dejó constancia de su vida en la autobiografía ‘Memorias de un hombre inútil’

Toni Servillo, en un fotograma de La grande bellezza.
Toni Servillo, en un fotograma de La grande bellezza.

Un par de días después de ver La grande bellezza, la última película de Paolo Sorrentino y la cuarta que rueda con el grandísimo Toni Servillo como actor protagonista —¿se acuerdan de su caracterización de Giulio Andreotti en Il Divo?—, me seguía rondando una curiosidad, alimentada por la necesidad de encontrar una historia para esta serie veraniega: ¿existían, o tal vez habían existido, en un pasado cercano nobles romanos en bancarrota que alquilaban su presencia en cenas o fiestas mundanas para darles tronío? Consciente ya de que en Italia, como decía Ennio Flaiano, “la distancia más corta entre dos puntos es el arabesco”, fui preguntando aquí y allá y terminé un par de semanas después en la puerta del palacio Grazioli, la residencia romana de Silvio Berlusconi, hablando con el conserje sobre el papa Francisco, que estaba por partir hacia Río de Janeiro. Al rato, y sin mediar cita previa, estaba sentado en una estancia del palacio, hablando de un asunto que deja entrever la película —¿se alquila por horas la nobleza romana?— con Alvaro Caravita, hijo del príncipe Francesco Caravita di Sirignano (1908-1998), o Pupetto, cuya vida se puede resumir con el título de su autobiografía, publicada por Mondadori en 1981: Memorias de un hombre inútil.

En La grande bellezza, su protagonista, Jep Gambardella, un periodista cínico y desencantado que acaba de cumplir 65 años, deambula por una ciudad fastuosa y decadente que sirve de espejo a sus sueños y sus derrotas. “A los 26 años, cuando llegué a Roma”, confiesa, “me sumergí enseguida, casi sin darme cuenta, en aquello que se podría definir como el torbellino de la mundanidad. Pero yo no quería ser simplemente un mundano, quería convertirme en el rey de los mundanos”. En uno de sus recorridos nocturnos por Roma, el periodista Gambardella, autor de un único libro que ya nadie recuerda, pasea por el interior de los palacios más hermosos de la mano de un amigo que posee todas las llaves de la ciudad. En uno de los edificios, al rescoldo de un esplendor ya lejano, habita todavía una anciana pareja de nobles que sobrevive alquilando su apellido y su presencia en cenas con ínfulas. ¿Cuánto hay de realidad en la caricatura de Paolo Sorrentino?

La familia Caravita ha alquilado a Berlusconi el palacio Grazioli

Preguntando por aquí y por allá, la amiga de una amiga de un amigo —el arabesco de Flaiano— me dijo que el último rey de los nobles mundanos fue, sin lugar a dudas, el príncipe Caravita di Sirignano y que tal vez su hijo Alvaro lograra despejar la duda sobre la irremediable decadencia de una estirpe. Su padre murió en 1998, a los 90 años, después de dictar su epitafio —“No hizo nunca nada importante, pero no hizo nunca mal a nadie. Se divirtió”— y de escribir —como el ficticio Gambardella— un único libro ya descatalogado en el que relata sus fastuosas “memorias de un hombre inútil”. Su primera aventura, según relata al principio de las 220 páginas de una biografía que transcurre entre Nápoles, Roma, Nueva York, París o El Cairo, fue la de nacer, ya que su padre había llegado a la edad de 59 años viudo y sin hijos y se había hecho a la idea de que su escudo y su fortuna serían heredados por un sobrino. Pero llegó a sus oídos que el virtual heredero tenía tanta prisa que ya andaba haciendo uso del título de príncipe. Así que el padre de nuestro protagonista, “loco de rabia, encargó a un gran amigo suyo, el cardenal Granito di Belmonte, que le buscara una buena y digna compañera. El cardenal convenció a una joven de 28 años, Maria Piria Gaetani, novicia en el convento del Sagrado Corazón de Padova, para que cambiara el velo de monja por el de novia asegurándole que dar continuidad a una noble y honorable familia también era una obra meritoria a los ojos de Dios”. No se sabe cuánto cobró el cardenal por sus servicios de alcahuete, pero el caso es que el príncipe Giuseppe y la guapa exnovicia se casaron en 1907 y apenas un año después vino al mundo Francesco Saverio Gaspare Melchiorre Baldassarre Caravita di Sirignano, quien se liberó enseguida de tan pesada carga y se hizo llamar alegremente Pupetto, descendiente directo de San Jenaro, patrón de Nápoles, y primo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el autor del Gatopardo…

"Se comió cuatro o cinco herencias", recuerda el hijo del príncipe Pupetto

La oficina de Alvaro Caravita di Sirignano da al patio del palacio Grazioli, donde los guardaespaldas de Berlusconi van y vienen con sus auriculares incrustados en la oreja. “Mi padre”, explica el hijo del príncipe Pupetto, “era un hombre simpático, guapo, que viajó por todo el mundo e hizo de todo y más. Tuvo una vida fácil porque solo se ocupó de lo suyo, se comió cuatro o cinco herencias en una época en la que estas cosas estaban toleradas. Hoy no sería posible. Hoy uno tiene que justificar lo que tiene. En cambio, en el tiempo de mi padre todo era distinto. Pertenecía a una clase muy elevada, tenía simpatía, cultura. Hablaba idiomas cuando la gente no los conocía, hacía cosas que el resto no se podía permitir y todo se le toleraba. Hoy es más difícil porque ahora se tolera todo a todos. Las cosas absurdas que él hacía en estos tiempos pertenecen a la normalidad. Mi padre fue seguramente uno de los últimos representantes de ese tipo de vida”. El rey de la mundanidad que soñó con ser a destiempo el periodista Jep Gambardella en su ático frente al Coliseo había existido y se llamó Pupetto, pero, ¿y los nobles de alquiler?

Dice Alvaro Caravita que él, al menos, no los conoce, pero dice que —al contrario de lo que se pudiera suponer dados sus ancestros— tampoco es un experto en la materia: “Yo no salgo apenas. Mi vida es justo la contraria a la de mi padre. Soy una persona que trabaja para mantener el patrimonio que conseguí heredar. No es fácil. Los impuestos son muy altos y los políticos… Ya sabe. Lo único que puedo decirle con certeza es que la nobleza que yo conozco no anda por ahí alquilándose, se ocupa de sus asuntos de forma reservada y sus hijos han emigrado huyendo de la decadencia de Italia”. La palabra decadencia es pronunciada ya en el patio del palacio Grazioli, que la familia Caravita tiene alquilado a Silvio Berlusconi. En la puerta, un grupo de turistas —“los verdaderos habitantes de Roma”, según se dice en La grande bellezza— prepara sus cámaras con la ilusión de robarle una foto a Berlusconi y el conserje que me franqueó el paso hacia el hijo del príncipe me entrega una foto para que intente que se la bendiga el Papa. En Roma, la moneda más valiosa es el favor.

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