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ISLARIOS / 4
Columna
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La isla del Paraíso

Llegaron a una playa de arenas coralinas, en la que los indígenas exhibían sus gloriosos cuerpos

Eva Vázquez

Las gentes de isla, los isleños, entre los que servidora de ustedes se cuenta, tenemos, al parecer, unos genes algo distintos de la mayoría de los continentales. Basta pensar en los oriundos de la Gran Bretaña, que conducen por la izquierda y siguen, pese a estar en la Unión Europea, con su libra, cuando casi todos los países abandonaron las particulares monedas patrióticas para pasar al euro. Sin llegar a tanto, los isleños de las Baleares, más concretamente, los de Mallorca somos también un tanto peculiares. Una de esas peculiaridades consiste en que cuando emigrábamos preferíamos hacerlo a otras islas. Cuba o Puerto Rico fueron destinos predilectos de los mallorquines.

Quienes tuvieron que conformarse con ir al continente sentían una tal necesidad de tocar isla que en cuanto podían cambiaban su destino continental por otro isleño. En el continente se encontraban mal e incluso aseguraban que les fallaba la respiración y solo mejoraban regresando a la costa, junto al mar. De manera que pudiera parecer que en vez de pulmones tuvieran extrañas branquias, deseosas de buscarse el oxígeno sumergiéndose en el océano, rodeados de agua por todas partes, como las islas. Tal vez por eso muchos de nuestros antepasados se enrolaban en los barcos que hacían el corso por el Mediterráneo hasta bien entrado el siglo XVII y, más adelante, en el siglo XIX, tras liberalizarse el comercio con América, formaron la tripulación de muchas de las goletas que iban allí.

El capitán Guillem Bartomeu Sampol fue un ejemplo característico de la necesidad mallorquina de tocar isla. Cuando navegaba hacia la costa americana buscaba siempre una isla, por pequeña que fuera, en la que desembarcar para poder calmar, por lo menos durante unas horas, la necesidad urgente de tocar isla que él sentía lo mismo que los otros marineros mallorquines enrolados en el Intrépido.

Fue en el puerto de Veracruz donde un marinero canario, al que por lo visto aquejaba el mismo mal de isla que al capitán mallorquín, le contó, mientras fumaba una pipa inevitable y bebía el más inevitable ron, que conocía una isla maravillosa de exuberante vegetación, donde los árboles daban fruto todo el año, en la tierra germinaban todas las semillas sin necesidad de ser sembradas, porque los brazos de una serie de manantiales de agua dulce, fresquísima y clara, proporcionaban cuanta humedad habían de menester. A un clima ideal, siempre templado, se unía la belleza extrema del paisaje y de las especies exóticas que lo poblaban. Pero mucho mejor aún que todo eso eran los isleños.

Los felices isleños, bellos y bondadosos, estaban tan encantados con la llegada de visitantes que les traían noticias de otros lugares que, aunque a ellos no les interesaran en absoluto —para qué les iban a interesar si vivían sin pegar golpe en el mejor de los mundos— les permitían sentirse todavía más a gusto en su isla, pues en efecto todos los forasteros coincidían en que habían llegado al paraíso. Eran tan amistosos y hospitalarios que no solo recibían con coronas de flores, abluciones y cánticos a los viajeros sino que les ofrecían a sus mujeres, previo consentimiento de estas, para que hicieran el amor, algo que a ellas les parecía estupendo. Y todos contentos.

El marinero canario, tras muchos vasos de ron, accedió finalmente a comunicarle las coordenadas de la paradisíaca isla a mi antepasado. El relato había espoleado tanto el deseo de Sampol que quiso compartirlo con la tripulación mallorquina, tan interesada en tocar isla como su capitán. La noticia les alegró muchísimo, porque en efecto no era para menos, así que estibaron el barco en mucho menos tiempo y en cuanto zarparon pusieron rumbo a la isla del Paraíso, como ya la habían bautizado. Después de cuatro días de navegación dieron con ella.

El Intrépido fondeó frente a la costa más bella que jamás vieran los ojos de sus tripulantes. En un bote el capitán y dos de sus hombres, escogidos por sorteo, llegaron a una playa de arenas coralinas, en las que crecían abundantes cocoteros y en la que unos indígenas bellísimos exhibían sus gloriosos cuerpos desnudos, cuyas prodigiosas extremidades, especialmente las blandas, dejaron admirados a los visitantes. Tal como los había descrito el marinero canario, hospitalarios y generosos, les condujeron hacia su poblado. Allí, sentado en un tronco de palmera, alto y mayestático, estaba el rey; a sus pies, algunos cortesanos, igualmente desnudos, menos dos, cuyas vergüenzas cubría un taparrabos, y entre los que al capitán, sorprendidísimo, le pareció reconocer a un antiguo tripulante de su barco, un tal Tomeu, al que había embarcado como grumete, hacía por lo menos veinte años:

Uep Tomeu, però ets tu o no ets tu? —le dijo en mallorquín—. ¿Qué haces aquí?

—Lo mismo que usted capitán, me hablaron de esta isla, del Paraíso… Las mujeres son magníficas pero insaciables, tres días con sus tres noches… y a los que no aguantan los castran, capitán, y se la comen a la brasa o la tiran al mar, no sé de qué depende… Yo porque no tengo adónde ir en mis condiciones… pero usted y estos dos aún están a tiempo… Vuelvan al barco si no están seguros de poder resistir…

Sampol regresó solo al bote. Desconocemos qué pasó con los dos marineros.

Carme Riera es escritora y académica electa de la RAE. Su último libro es Tiempo de inocencia (2013).

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