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NUEVOS ESCRITORES LATINOAMERICANOS / 3

Clima de moridero

Original y novedosa, Selva Almada ha seducido a los argentinos con un estilo entre poético y realista Su literatura pone los pelos de punta, pero no llega al aguijón del horror

La escritora Selva Almada.
La escritora Selva Almada.Daniel Mordzinski

Selva Almada vio el primer muerto adentro de un cajón, en un rancho, cuando tenía seis años. La niña nacida en 1973 en Villa Elisa —un pueblo pequeño, católico y conservador de la provincia de Entre Ríos— quedó tan impresionada que no volvió a someterse a un velorio hasta que murió su abuela Ciomara, hace un par de años. Ciomara fue la madre de su madre, una estirpe de mujeres serias y calladas, decididas y llenas del poder con el que cuentan las que se han unido a hombres flacos de decisiones. O ausentes. Selva Almada es una de las escritoras más elogiada de su generación, revelación a poco de cumplir 40 años por dos novelas venidas de una potente voz que nace en las huellas de Juan Carlos Onetti y, más allá, de William Faulkner y Erskine Caldwell. Entre esa niña absorta y aterrada ante el cadáver de un desconocido, y esta mujer que ahora escribe un nuevo libro sobre hombres que salen de pesca y otro sobre mujeres asesinadas, hay un hilo que explica la fascinación de sus lectores: en Almada, el pulso de la literatura es el de un latido que amenaza con apagarse, pero avanza, sin pausa, hasta producir un nudo en el estómago, porque es inminente el abismo, que no cesa, que no llega, pero allí está agazapado. La agonía es en esta escritora el vals que suena para que sigamos la huella de lo vital.

Entre Ríos, la provincia, es un vergel mesopotámico: rodeada por los ríos Paraná al oeste, y Uruguay, al este, es una zona de campos prósperos en los que se siembra el trigo y ahora, en tiempos de tecnificación y monocultivo, la soja. El departamento de Colón —en el que está el pueblo natal—, limita, literalmente, con el Uruguay de Onetti. En su primera novela, El viento que arrasa, Almada recurre a esos paisajes solo para crear un contraste desolador entre el calor inclemente del chaco santafecino, al norte, adonde sitúa la escena de sus cuatro personajes y el de sus tierras nativas: un pastor evangélico —el reverendo Pearson—, su hija —Leni—, un mecánico solitario —El Gringo Bauer— y Tapioca, un chico al que ha criado como su hijo. El predicador y la muchacha quedan varados en la ruta, por la que deambulan con una biblia y dos maletas exiguas, de pueblo en pueblo. Tiempo atrás, Pearson ha abandonado a su mujer en un punto del camino para no verla nunca más. Las horas se sucederán en ese rincón privado de agua, de gente, de cualquier riqueza, mientras el mecánico busca cómo hacer funcionar el coche. El clima tórrido, un clima de moridero, es —lo es en toda su obra— un personaje más de la historia: la tormenta que se anuncia con el cambio de la luz por las nubes negras, por la humedad que se huele, interviene en la trama dándole un viraje último a la novela.

Lenguaje de los suburbios

Esfumado tras la enorme figura de otros autores del sur norteamericano como William Faulkner, Carson McCullers o Flannery O'Connor, Erskine Caldwell —el más vendido de todos ellos— no tiene en el resto del mundo la fama de sus contemporáneos. Por eso, cuando Selva Almada lo nombra, es necesario buscar en librerías de viejo para dar con el libro que cita como una de sus más fuertes influencias: El camino del tabaco. Así también —en el Parque Centenario de Buenos Aires— es posible encontrar La verdadera tierra, una novela que en los cincuenta fue traducida por Juan Carlos Onetti. La relación entre la literatura rioplatense, representada por la sombría y potente prosa del Onetti de El astillero, y la del sur gringo, queda en evidencia ante ese dato histórico. Si el uruguayo que escribió sobre las tragedias de desclasados, situados casi siempre en pequeños pueblos del interior, reconoció la influencia de Faulkner, es también cierto que lo alcanzó el estilo rudo, crudo y profundamente político de Caldwell. Algo de eso, tamizado por la sensibilidad urbana de un lenguaje que no remeda al de los paisanos sino que se nutre del que se usa en los suburbios de Buenos Aires, es lo que alcanza Almada en sus novelas.

El camino del tabaco llegó de manos del padre de un amigo que fue un gran lector en los cincuenta. En un momento el libro fue un best seller en Estados Unidos: vendió ocho millones de ejemplares. Cuando apareció la novela, como a Faulkner, los lectores de sus terruños, lo acusaron de traidor: el retrato impiadoso les resultó un insulto. Cuando Selva Almada publicó un relato íntimo en un diario nacional, y comenzó por describir con pluma filosa el pueblo de Villa Elisa, donde nació, le llovió el desprecio. Presentó allí su primer libro de relatos autobiográficos y la respuesta fue contundente: no llegaban a ser diez los asistentes. Almada reconoce la fascinación que le produjo Caldwell: "Me flasheó la crudeza y la violencia de esa novela. Lo que en Flannery O'Connor estaba por abajo, en Caldwell estaba expuesto".

—¿Estuviste peleada con la idea de ser una escritora de provincias?

—Cuando comencé quería desprenderme del “escritor entrerriano”, de los que le escribían al río y al gaucho. Mis primeros cuentos eran urbanos. Me llevó mucho tiempo desprenderme del mandato regionalista. Cuando tomé distancia lo vi absolutamente desde otra perspectiva, y le encontré valor a eso que allá me parecía berreta.

Mucho antes de publicar El viento que arrasa y de que la novela fuera elegida como la mejor del 2012 por el suplemento cultural del diario Clarín y ponderada por intelectuales como Beatriz Sarlo, Almada publicó Niños (cuentos) y Una chica de provincia, un relato confesional en el que aparece su familia entrerriana. Ahora, puesta a recordar, se ve correteando por un barrio sin límites, en las afueras del pueblo, con un primo que nació solo diez días antes que ella y con el que creció. Juntos se escapaban para visitar a los tíos solterones que vivían en ranchos solitarios, a pocas cuadras. Lolo Bertone, uno de ellos, solía trabajar en una fábrica de ladrillos, atizando el fuego para cocinarlos. A la niña Selva y a su primo incondicional los fascinaba visitarlo, ver cómo las llamas cocían esos panes de greda con los que luego se levantarían las casas de Villa Elisa. Ese carácter, el de Lolo, es el que hereda el Gringo Bauer, y un poco el de los padres de los protagonistas de su última novela, otro suceso: Ladrilleros, dedicada al hombre recio que fue ese tío y que murió mientras ella escribía. El día que el libro —ya impreso— llegó a sus manos, Selva lo abrió, leyó su propia dedicatoria, y se largó a llorar.

Si El viento que arrasa es la economía onettiana del lenguaje y una inminencia que nunca termina de desatarse, Ladrilleros es una novela de desbordes. En El viento… el pastor Pearson añora el verdor cálido de su natal Entre Ríos mientras intenta reclutar a Tapioca, un jovencito enclenque al que ha criado el Gringo Bauer desde los seis. Tapioca fue dejado con Bauer por su madre, una prostituta nómada que un día pasó por el lugar y le juró que era su hijo. La tensión entre los varones de la historia y la presencia femenina de la joven hija del pastor nunca se resuelve: el lector teme que se desate alguna situación en la que la chica podría ser víctima. Almada reconoce que la historia original tenía una trama que iba por ahí: Leni era la protagonista, y la víctima de un padre abusador. La historia, a medida que escribía, le pareció demasiado sórdida y cambió hacia este cuarteto en el que la tensión se funde en un estilo entre poético y realista: pone los pelos de punta, pero no llega al obvio aguijón del horror. Es en Ladrilleros donde la escritora se lanza a un estilo que es menos prolijo, pero también de una intensidad terrestre: lo real de dos amigos que se enfrentan a cuchillazos en un parque de diversiones y agonizan a lo largo de todo el libro, se mezcla con las alucinaciones que tienen desde su lecho de muerte. Mientras se desangran se acuerdan de sus padres, dos machos correntinos —el norte vuelve a ser el sitio elegido— que supieron ser enemigos hasta que uno muere y el otro se borra del mapa yéndose a trabajar como cosechador a otra provincia.

Selva Almada nació en un pueblo en el que la tierra del barrio se confunde con el campo. En esa casa a medio construir en la que vivió con sus padres hasta que huyó hacia Paraná, la ciudad más cercana para estudiar literatura, leyó en largas siestas, sus primeros libros. Las historias de Julio Verne le llegaron de manos de su abuelo paterno, Antonio Carroz, hijo de suizos venidos a mediados de siglo desde el cantón Valais. Carroz, peón de campo, era también un gran lector. Se casó con Ciomara, pero murió joven. A su muerte, Ciomara migró a Buenos Aires, para emplearse como mucama en la casa de una famosa soprano. Regresó al pueblo ya grande. La madre de Selva, hija de la pareja, heredó una voluntad de hierro para abrirse camino. Almada siempre vivió de changas. La madre fue el sostén familiar haciendo trabajos de costura para sus vecinos. Así se costeó los estudios como enfermera, y luego, los de maestra de escuela. Selva leyó —un clásico de la niñez argentina del interior— a Verne, Salgari, Alcott. Y siguió con la biblioteca popular de Villa Elisa: “Ahí encontré lo que quería. La literatura me salvó la vida”.

El colegio secundario fue un suplicio. Selva era la hermana menor de un varón tan popular como un cantante de moda. Extrovertido, simpático, el mayor de los Almada generaba expectativas en esa adolescente que lo precedía, para molestia de ella, una chica tímida, de carácter seco, hosco. Todos la comparaban con él. Ella hubiera preferido pasar desapercibida. Por eso siguió refugiada en la lectura. Cuando llegó el momento de estudiar se mudó a Paraná. Quería ser periodista. Duró dos años en Comunicación, y entendió que le importaba más la literatura. Se anotó en el profesorado. Y fue como soltarse de un tronco al que había sido atada por la moral pueblerina.

En la facultad, al borde del río Paraná —el más ancho después del caudaloso Río de la Plata— conoció a escritores y poetas. Era de las pocas estudiantes que vivía sola, su familia había quedado en el pueblo. En su casa se reunían a leer lo que escribían. Entre ellos se daban consignas para imaginar historias y foguearse. Así se inventaron una revista, en 1997, que llamaron Caelum Blue, por un poema de Lupercio: “Porque ese cielo azul que todos vemos, ni es cielo, ni es azul: ¡lástima grande que no sea verdad tanta belleza!”. Era un colectivo de artistas y organizaban fiestas para presentar cada número: algunos solían desnudarse para las performances, y de pronto Paraná tuvo su escena alternativa. Almada se fue dando cuenta que no estudiaba para ser profesora: lo de ella era escribir. En 1999, antes de que terminara el siglo, con el mismo novio que tiene al lado desde los 20, partieron a Buenos Aires.

Pajarito Tamai y Marciano Miranda, los protagonistas de Ladrilleros, son hijos de los chúcaros Tamai y Miranda, que viven a pocas cuadras y se odian. Las escenas del enfrentamiento entre los padres, las de la amistad infantil de los hijos, y las de la trama que se cierne hacia un final anunciado, pero del que se ignoran las razones, son de una masculinidad exacerbada: una condición hombruna y campesina que se vuelve universal en su frescura y en su traza corpulenta. Almada lo consigue con un lenguaje provinciano “desbordado” y con un conocimiento profundo de las lógicas de los varones, sin matices de corrección política. A salvo de la moral de clase media, Almada se mete con la lucha por el poder fálico, pero también con el amor de los varones. Ahora, por ejemplo, escribe una novela de hombres que se han ido a pescar. “Los hombres, ¿de qué hablan? ¿Cómo se aman dos varones en ese ambiente? ¿Qué hace un pibe que de golpe se enamora de un pibe?”.

¿De dónde viene ese desapego que la hace una autora original, lúcida, y novedosa, aun cuando transita aguas navegadas antes por clásicos como Onetti, Juan José Saer o los escritores del sur de los Estados Unidos? En Almada, se descubre después de leerla sin respiro y de conocerla, está el Onetti de El Astillero y de Juntacadáveres, pero también, y rioplatense, el Faulkner de Mientras agonizo y Santuario. Según ella misma confiesa, todavía más, el Caldwell —contemporáneo de los otros— de El camino del tabaco, una novela en la que el dolor del sometimiento surge de una familia llena de miseria y vileza. “Lo que en Flannery O’Connor estaba por abajo, en Caldwell estaba expuesto”. Almada aprecia el desapego que produce buena literatura, desde la experiencia y sin rodeos. Ella misma se pone en el ojo de la tormenta cuando se la interroga sin ambages.

—¿Por qué en estas dos novelas que te han vuelto conocida casi siempre los personajes son hijos?

—Como te decía, no voy a tener hijos. No voy a ser madre. Siempre voy a ser hija.

Esa es la Selva Almada que los argentinos leen por estos días. Es la misma chica que puede contar en el mismo tono que la violencia del campo no la sorprende, que no tiene una mirada moral sobre la violencia. Acaso el recuerdo de las siestas en Villa Elisa lo haga comprensible. Junto a su primo del alma —que fue su primer amigo, su primer novio, su primer todo— solían visitar al solterón Lolo Bertone en su rancho de las afueras. Tenía hamacas, el paseo era un respiro. A Lolo solía visitarlo la Chona, una prostituta que lo servía de vez en cuando. “La Chona iba con sus hijos”, cuenta. “Nosotros jugábamos con los nenes de la Chona y ellos se encerraban en el rancho. Ella entre los chicos tenía una hija que empezó a crecer, una nena que se desarrolló muy pronto. Entonces empezó a entrar al rancho. La madre se quedaba afuera, esperando. Era un horror, pero al mismo tiempo era algo que vivíamos sin sorpresa. Seguíamos jugando”.

Selva Almada escribe ahora sobre hombres que pescan, y sobre mujeres asesinadas. La leeremos.

Los libros El viento que arrasa y Ladrilleros están editados por Mardulce

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