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crítica de 'una casa en córcega'

La calma interior

El filme habla del legado, no solo del físico, sino del poso de comportamiento que transmiten, y a veces imponen, los mayores

Javier Ocaña
Christelle Cornil (a la derecha), la protagonista, en una imagen del filme.
Christelle Cornil (a la derecha), la protagonista, en una imagen del filme.

Y si el culo del mundo fuera el paraíso...

Desde luego, encontrar nuestro lugar en la Tierra no siempre resulta fácil, quizá porque el concepto de culo del mundo y el de paraíso siempre dependen de un elemento mucho más esencial: la paz con uno mismo. Y justo hasta ahí ha llegado el director belga Pierre Duculot en su primer largometraje, Una casa en Córcega, escueta, sencilla película (que nunca simple), protagonizada por una mujer con una vida que, de pronto, se vuelve del revés al heredar la destartalada e inhóspita morada del título. En tiempos de paro desbocado, contratos basura, o trabajos mal remunerados y sin seguridad social de 50 horas a la semana, Duculot habla de ello casi de soslayo, sin cargar las tintas (aunque todo se entienda), para intentar ir a la raíz: ¿qué demonios queremos hacer con nuestra existencia? Del concepto teórico a la acción práctica. O, incluso, en un arrebato de energía experimental, pasar primero a la acción para posteriormente llegar a la idea.

UNA CASA EN CÓRCEGA

Dirección: Pierre Duculot.

Intérpretes: Christelle Cornil, François Vincentelli, Jean-Jacques Rausin, Marijke Pinoy, Pierre Niesse.

Género: drama. Bélgica, 2011.

Duración: 84 minutos.

Siempre con la cámara en el lugar natural, ya sea fija en los interiores o en mano en los exteriores, la mirada de Duculot es la de un autor que piensa mucho más en su historia y en sus criaturas que en sí mismo. Dirección invisible, versión cine social del siglo XXI. De hecho, cuando en la fase de montaje mete mano con un par de detalles presuntamente astutos relacionados con sendas elipsis que quieren mostrar reiteración, estos traen como consecuencia los únicos momentos en los que nos salimos de la placidez de la historia, de su calma, por mucho que la cabeza, el corazón y las tripas de la mujer estén completamente revueltas. Pero son apenas un par de tropezones sin importancia en una película que aboga por el respeto, a la gente y al cine. Porque, como escribió Adolfo Aristarain para Un lugar en el mundo, solo sabremos cuál es nuestro sitio cuando no nos podamos ir de allí.

De paso, Una casa en Córcega nos habla también del legado, no ya el físico, el material, conformado aquí en la casa de la abuela, sino uno más sustancial: el poso de comportamiento que transmiten, y a veces imponen, los mayores. Y aquí puede intuirse lo que ha vivido la protagonista en sus treinta y tantos años de existencia: con su carita de niña buena, siempre la han tratado con una superioridad condescendiente; su padre, su pareja, la sociedad. Eso sí, expuesto por Duculot con la misma sutileza que habita en el resto de la película, y otorgando a cada personaje un posible camino hacia la defensa de su comportamiento, y hasta unas asideras hacia la (im)probable redención. Sin alharacas y sin falsos reproches, humanizándolos, con sus virtudes y sus defectos, como (casi) todos nosotros, y filmando con la cámara a la altura de los ojos, con la sensatez del que tiene en la mano una película sencilla, con la bandera de la dicotomía rural-urbano que tantos han enarbolado antes, pero nunca una película más.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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