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CINCO PIEZAS FÁCILES / 4

El matemático

Se quedó mirando para sus adentros, señal de que tenía una buena historia para mí

Luis Tinoco

Luis Mantecón salió de la Caja de Ahorros tras el último de los empleados. Desde la terraza del bar le vi cerrar con llave la puerta, como si se tratara de una casa cualquiera.

—Siempre creí que una oficina de banco tenía un sistema de seguridad más sofisticado —le saludé cuando se dejó caer en la silla de al lado.

—Y lo tiene, claro que lo tiene, hombre.

—Te vi por la ventana, manejando las cuentas— dije.

—No eran las cuentas, era el papeleo de la cartera de valores. Las cuentas se hacen en el ordenador central, en una ciudad blindada, muy lejos de aquí; nadie que yo conozca ha estado jamás dentro. Desde este lugar solo pulsamos las teclas.

Señaló a su oficina, al otro lado de la plaza.

—No es una sucursal importante. En realidad, mi ascenso es un castigo. Me han desterrado al paraíso.

Desde que era General Manager of Vega Business Saving Bank, título en inglés de la Caja de Ahorros— como rezaba su tarjeta— llevaba corbata, siempre la misma, de color verde. Quizá para hacer juego con el paisaje.

—Los clientes de esta región apenas consumen productos bancarios. Por ponerte un ejemplo, hay muy pocos casos afectados por el affaire de las preferentes. La gente se resistió. No se dejaron convencer por nosotros, se temieron un engaño.

Apeó de la nariz sus gruesas gafas para limpiarlas con el reverso de la corbata. Pude ver sus ojos pequeñitos, como de gorrión al despuntar el día. Se quedó mirando para sus adentros, señal de que tenía una buena historia para mí.

No le apresuré, al narrador hay que darle distancia.

—Supongo que eso de que los pasiegos son hábiles matemáticos es una leyenda de los montes— disparé.

—¿Tú conociste a Iván Ibáñez Ibáñez? ¿Coincidiste con él en el instituto?

—Creo que sí. Pero no sé mucho de él.

—Su padre le envió a estudiar al instituto. Pero cuando llegaba la época de la siega, le hacía volver a casa para trabajar. La familia tenía un considerable número de prados, de cabañas y de ganado. Podían pagar jornaleros, pero al padre no le gustaban los forasteros.

Al principio Iván no fue un estudiante destacado, siempre refugiado en las últimas filas, con la cabeza escondida tras la cartera, como para evitar que el profesor le preguntara. Pero una tarde, el profe de matemáticas comprobó que Iván era el único que había sabido solucionar el problema de álgebra. Y le sacó a la pizarra, pensando que alguien le había ayudado a resolverlo. El chico perdió su timidez e hizo una deslumbrante exhibición de ecuaciones complejas. Eran difíciles de seguir, un torbellino de incógnitas y exponentes arcanos.

Más allá de la clase de mates, Iván continuaba siendo de pocas palabras, justas, de pronunciación aldeana. Rubio y pétreo en un curso de jóvenes urbanizados, tenía un aire de celta perdido en la ciudad.

Un día, al terminar la clase, quise recoger mi gabardina del perchero. Solo quedaba una, algo deslucida. La descolgué. Me llegó un olor a establo, a leche y heno.

Más allá de la clase de mates, Iván continuaba siendo de pocas palabras,de pronunciación aldeana

—Es la gabardina de Ibáñez, no la mía— dije.

Al día siguiente, Ibáñez y yo nos devolvimos cada uno nuestra gabardina. Los compañeros comentaron entre risas cómo había hecho yo la identificación. El genio de las matemáticas se enfadó y me dio la espalda sin hablarme.

—Por cierto, desde ese día dejó de ayudarme a resolver los problemas de álgebra— comentó Luis—. Una putada, amigo mío.

Al llegar los exámenes finales, la dirección del centro instó al padre para que permitiera a Iván bajar de los altos prados a examinarse en el instituto. Así que Iván tenía que limpiar la cuadra muy de mañana, coger un autobús y llegar a tiempo a la ciudad para las pruebas de fin de curso.

Desde luego dormía poco, y llegaba cansado, sin casi haber podido asearse.

No tengo muy claros los acontecimientos.

Sé que Iván se atrevió a discutir con un profesor —no era el titular, de eso sí me acuerdo— sobre un caso de geometría proyectiva. Las paralelas que se prolongan y prolongan más allá de prados, montañas, estrellas y caminos del espacio. Y que solo se juntan en el infinito.

Cuando estábamos en esos desfallecidos días en que los exámenes han terminado y aún no han publicado las notas, nos fuimos a bañar a la playa más cercana. El breve verano del norte había estallado.

Iván no tenía bañador, lucía unos brazos y piernas tostados por el sol que contrastaban con su cuerpo blanco como la leche de sus vacas, y se tiró al agua rápidamente. Seguramente no vio la bandera roja, ni se dio cuenta de la imponente resaca que había ese día.

En el camino hacia la playa me había vuelto a dirigir la palabra. Comentamos el examen y él, sofocado, me dijo que, en la discusión, le había argumentado al profesor que sí, que en geometría proyectiva las paralelas se juntaban en el infinito.

—Pero solo si hay infinito.

Tras la discusión, ¿le suspendería o le daría sobresaliente?— se preguntaba.

Desde la orilla vimos a Iván bracear en la corriente que tiraba mar adentro y que le llevaba cada vez más lejos. Se resistió a gritar, a pedir auxilio, pero todos sabíamos lo que estaba ocurriendo.

Se le echaron cabos y salvavidas. Pero no llegó a poder asirse a ninguno. Se quiso hacer una cadena humana, que falló. Impotentes, le vimos desaparecer en el mar a una distancia corta.

Le dije que esta vez la historia parecía terminar definitivamente mal, sin poder alcanzar un final feliz.

—Las historias se pueden prolongar indefinidamente. Solo terminarían en el infinito matemático —replicó.

Manuel Gutiérrez Aragón es cineasta y escritor. Su última novela es Gloria mía.

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