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IDA Y VUELTA

Sombras del siglo

Uno no quiere ni puede olvidarse del siglo XX, pero le gustaría dejarlo al margen durante un tiempo

Antonio Muñoz Molina
Dolores Ibárruri y Santiago Carrillo tras una reunión del Partido Comunista en 1982.
Dolores Ibárruri y Santiago Carrillo tras una reunión del Partido Comunista en 1982. Luis Magán

El siglo XX parece que no se acaba nunca; el siglo breve que el historiador Eric Hobsbawm dijo que empezaba en 1914 y llegaba a su fin en 1989, abarcando la duración normal de muchas biografías. Ninguna de las monstruosidades que vinieron después habría sido posible sin la guerra insensata que una banda de políticos, militares y comerciantes diversos de la palabrería patriótica y del armamento, armaron en el verano de 1914, todos ellos convencidos de que duraría como máximo dos meses y traería consigo grandes beneficios. Y en 1989 se desmoronó como una fortaleza de cartón en un decorado lo que parecía tan inamovible que todo el mundo le atribuía una capacidad geológica de perduración.

Para nuestros hijos todo eso es historia igualmente lejana, la Unión Soviética un fantasma del pasado igual que el Imperio Austrohúngaro. Las personas de mi generación tenemos con el breve siglo XX una relación demasiado estrecha como para desprendernos de él, o al menos confinarlo en el espacio neutral de la historia. Nosotros podemos recordar el temor y la épica de la militancia clandestina contra Franco, y hasta a los más pusilánimes nos rozó de muy cerca la zarpa grosera de la represión. Los años setenta no eran los cuarenta, pero la tortura seguía siendo una amenaza cierta para cualquiera que levantara un poco la cabeza, y el viejo tirano firmó hasta el mismo final sentencias de muerte con su mano temblona de párkinson igual que las había firmado con el pulso seguro de los vencedores. Cuando éramos muy jóvenes y renegábamos contra la dictadura clerical y cuartelaria de Franco nos llegó a deslumbrar todavía el brillo mentiroso de los regímenes comunistas. Uno de los misterios más difíciles de explicar del siglo XX sigue siendo la mezcla de voluntariosa credulidad y de abrumadora propaganda que convirtió en un modelo universal de emancipación humana, justicia social y desarrollo económico un régimen tan tiránico y tan incompetente como el de la Unión Soviética. Debilitado por la ignorancia, intoxicado por la propaganda el impulso más noble desembocaba en la elección más deleznable. Y una vez aceptada la creencia absoluta nada era más fácil que fortalecerla contra los anticuerpos de la duda o la crítica.

Las personas de mi generación tenemos con el siglo XX una relación demasiado estrecha como para desprendernos de él

No lo sabemos por haberlo leído en esos testimonios personales o libros de historiadores a los que de un modo u otro estamos volviendo siempre. Lo sabemos porque nosotros mismos nos adiestrábamos en creer a ciegas lo que nos parecía verdadero y en rechazar con un anatema tajante cualquier información o cualquier reflexión que pusiera mínimamente en duda los mandamientos simples de nuestro catecismo. Nos ultrajaba la falta de libertad de expresión en nuestro país pero no sentíamos ninguna solidaridad hacia los disidentes que por reclamar la suya eran encarcelados o enviados a sanatorios psiquiátricos en los países comunistas. Y tardamos muchos años en pararnos a meditar sobre la simultaneidad frecuente entre el heroísmo ejemplar y verdadero y el fanatismo ideológico, o entre la justicia de una causa y el cinismo o la vanidad o el oportunismo de un cierto número de quienes se consagran a ella.

Son asuntos del siglo XX. Uno no quiere ni puede olvidarse de él, pero sí le gustaría dejarlo al margen durante un cierto tiempo, sobre todo para no tener colonizada la imaginación, para no arriesgarse a que por ver tanto el pasado se le desdibuje el presente. El ahora mismo de uno mismo es el único catalizador fértil de los materiales de la literatura. Puede que los ojos que miran demasiado el pasado pierdan agudeza para observar el presente. O quizás no, y suceda al contrario, que en este presente frágil solo puede comprenderse algo si se tiene en cuenta la perspectiva del fondo del siglo, como ese plano de profundidad contra el que resalta una figura en primer término en una película.

El caso es que no puedo entrar en una librería sin salir de ella cargando con alguna de las sombras del siglo, con los centenares de miles de sombras anónimas de los diversos gulags —los nazis, los soviéticos, los chinos, los de los jemeres rojos— o con alguna de las sombras singulares que actuaron con nombre propio en aquella gran fantasmagoría. La última de todas, Santiago Carrillo, que tuvo una vida más larga que todo el breve siglo XX de Hobsbawm y hasta hace muy poco perteneció al presente más cotidiano de la actualidad y las tertulias políticas. Hace casi 20 años Paul Preston escribió una rigurosa biografía del general Franco: hay una cierta simetría poética en este relato de la vida de quien más simbolizó no solo la oposición a la dictadura de Franco sino también el mundo inverso al que Franco encarnaba, el enemigo a quien Franco, en su palacio destartalado del Pardo, imaginaría torvamente agazapado en Moscú, igual que Carrillo lo imaginaba a él, cada uno convertido para el otro en una figura monstruosa.

Santiago Carrillo construyó sus memorias no en torno a lo que recordaba sino a lo que fingía haber olvidado

Franco, para nosotros, era un vejestorio omnipresente, una foto en la cabecera de las aulas, un espectro encogido bajo el uniforme en los televisores en blanco y negro, una decrépita vocecilla en la radio. Carrillo fue primero la leyenda de un nombre que alguien decía en voz baja y luego una cara que era poco más que una mancha torpemente impresa en un periódico clandestino. En unos años en los que todo sucedía muy rápido Santiago Carrillo pasó casi de la noche a la mañana del tenebrismo mitológico de la clandestinidad al espectáculo cotidiano de la política. Casi igual de rápido fue su tránsito del protagonismo a la irrelevancia, y luego, ya en el siglo nuevo, a una especie de magnánima ancianidad memoriosa en la que quedaban muy lejos las sombras del otro siglo oscuro, en parte porque él las había sobrevivido a todas, en parte porque este es un país muy olvidadizo en el que poca gente se iba a molestar en poner en duda el testimonio del propio Carrillo.

Parece mentira que en una sola vida puedan caber tantas vidas. El jubilado sentencioso con esa voz de fumador que se hacía tan familiar en la radio había circulado por Moscú cuando tenía 20 años en uno de los coches de lujo que se ponían a disposición de los invitados oficiales; había tenido a su cargo a los 21 las vidas de millares de prisioneros en el Madrid sitiado por el ejército de Franco; había escrito a su padre a los 24 una carta pública en la que lo llamaba traidor y se declaraba su enemigo; había escalado en la burocracia del Partido Comunista en los años del exilio y del estalinismo. Fue testigo de heroicidades y cómplice de crímenes. Dirigió un partido en el que el culto a Stalin era tan ferviente como la resistencia sacrificada y muchas veces heroica contra el franquismo. Construyó sus libros de memorias no en torno a lo que recordaba sino a lo que fingía haber olvidado. Preston, que reconstruye con tanto cuidado las peripecias de su carrera política, dice muy poco sobre su vida personal. Hay un vacío al final, o en el centro. No es posible saber quién era de verdad Santiago Carrillo, qué pensaba, qué cosas recordaba con terrible claridad y no dijo nunca.

El zorro rojo. La vida de Santiago Carrillo. Paul Preston. Traducción de Efrén del Valle Peñamil. Debate. Barcelona, 2013.

www.antoniomuñozmolina.es

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