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La cara 'b' del mundo

Cerveza belga, gracias a Dios (y al Gobierno)

Radiografía de un país a través de su inagotable pasión por la cebada

Claudi Pérez
Una cervecería en Bruselas.
Una cervecería en Bruselas.antoine logernier

A la Unión Europea le falla el mensaje. Carece últimamente de ambición, de carisma; parece aquejada de estrabismo debido a una sobredosis de nacionalismo: no acaba de ser capaz de crear y trasladar un discurso atractivo. Esta no es otra crónica acerca del eurodesencanto, pero a la capital europea, Bruselas, le pasa a menudo algo parecido. Está plagada de rincones exquisitos, tiene sabor y personalidad, hay aquí arquitectura, arte, cine, música, cómic, esas cosas. Pero definitivamente Bruselas no juega en esa liga de los París-Londres-Nueva York-Berlín-Roma. No es solo que este periódico tenga en esas y otras ciudades a fantásticos corresponsales. Es que uno pega una patada en París-Londres-Nueva York... y le salen 2.500 antros o personajes ideales para las páginas veraniegas de Cultura, la cara b de la carta del corresponsal. A Bertolucci jamás se le hubiera ocurrido El último tango en Bruselas.Y el Manneken Pis (o niño meón) no es, definitivamente, la Estatua de Libertad o la Fontana de Trevi con su Anita Ekberg de mis amores.

Bruselas y sus 200 días de lluvia al año parecen a veces el escenario ideal de aquel libro de Nick Flynn, Otra noche de mierda en esta puta ciudad. Pero normalmente tampoco es eso: aquí se come de miedo, se bebe de fábula, la oferta cultural es apabullante, el trabajo informativo es intenso como en pocos otros lugares. Tal vez Bruselas no sea la más sexy de las capitales europeas. Pero frente a esa antipatía que se le achaca esconde auténticas maravillas. Y en última instancia, si el cronista no está inspirado —bingo: es el caso—, siempre puede tirar de tópicos. O no: ni los mejillones ni las patatas fritas ni sobre todo la endivia, un invento del que los belgas están orgullosísimos, tienen suficiente glamour para estas páginas. Tal vez Tintín. O el chocolate...

Hay 1.313 cervezas distintas en Bélgica, según el último censo

O la cerveza. Ah, la cerveza belga. Debemos a Dios y a los legisladores este paraíso del zumo de cebada: cientos y cientos de marcas de todos los colores, olores y sabores. Hay 1.313 cervezas distintas en Bélgica, según el último censo. La Iglesia católica, y específicamente los monjes cistercienses de la congregación trapense, tienen buena parte de la culpa: pese a que en el medievo tenían terminantemente prohibido el consumo de bebidas alcohólicas, una reforma de la orden se lo acabó permitiendo en caso de que el agua de los manantiales fuese envenenada o insegura. Los monjes se pusieron manos a la obra y hacen auténticas maravillas: las cervezas de abadía son sensacionales, especialmente la más famosa, Westvleteren 12, fuerte y oscura, tan fuerte y tan oscura que sale a razón de unos ocho euros la botella.

Pero más importante aún para el desarrollo de la cultura de la cerveza en Bruselas y alrededores fueron los legisladores belgas: el Gobierno. A medidados del siglo XIX, la revolución industrial atravesó el Canal de La Mancha y Bélgica fue el primer país continental en rivalizar con el desarrollo británico. No todo fueron ventajas: a los obreros belgas les dio por libar. El alcoholismo alcanzó cotas himalayescas a finales de ese siglo. Y no precisamente por la cerveza, sino por la melancólica ginebra. El Estado al rescate: en esa época se aprobó una ley que prohibía la venta de bebidas alcohólicas en cantidades inferiores a los dos litros. Los trabajadores se convirtieron de la ginebra a la cerveza; dos litros de gin dejaban tamaño agujero en el bolsillo que no podían permitírselo. De paso, los productores belgas elevaron la graduación por encima del 10%. Ese fue el germen —no hay mal que por bien no venga— de una industria pujante: Bélgica es hoy una potencia cervecera global.

Y de la anécdota a la categoría: el posmodernismo político y la posvanguardia económica se basan, simple y llanamente, en la gestión a través de incentivos. La clave no es que el Gobierno o la empresa de turno obligue a hacer esto o lo otro: el quid de la cuestión es encontrar los señuelos adecuados para que el ciudadano o el consumidor hagan lo que uno quiere con un mínimo empujoncito, a través de los mencionados incentivos. Cass Sustein, exasesor de Obama, tiene un libro delicioso al respecto, Nudge, donde describe (entre otras cosas) cómo el aeropuerto de Amsterdam consiguió rebajar sustancialmente la factura de la limpieza dibujando una mosca en los urinarios, para que los hombres hicieran puntería. Algo parecido hicieron los belgas hace más de un siglo, con esa gestión de incentivos —más la divina providencia de los monjes— que permitió desarrollar una industria floreciente, en la que sobresale una de las mayores multinacionales del mundo, Anheuser-Busch. España es un ejemplo perfecto de lo contrario, de incentivos perversos: una ley del suelo demencial, una deducción por vivienda del todo equivocada y el crédito absurdamente barato, combinados con la dosis adecuada de corrupción, hincharon la mayor burbuja inmobiliaria desde la antigüedad clásica.

Aquí se come de miedo, se bebe de fábula y la oferta cultural apabulla

Los belgas presumen de haber dado refugio a Erasmo, a Víctor Hugo, a Marx. Los primeros plásticos vienen de Bélgica, y la cosmología moderna, y algunas de las mejores muestras de art nouveau,y el inevitable y ya mencionado Tintín (y parte del colaboracionismo con Hitler, por cierto, pero esa es otra historia). Últimamente, sin embargo, en las crónicas periodísticas Bruselas es sinónimo de Comisión Europea, mascarón de proa de un conjunto de instituciones tan capaz de legislar con las mejores intenciones para apuntalar definitivamente el euro pese a que los eurócratas bruselenses no han encontrado aún ni los incentivos adecuados ni la ayuda de Dios en esa ingrata labor- como de legislar acerca de la curvatura de los pepinos, el grosor de los preservativos, la coloración de los puerros o la forma de las manzanas. Pero Bruselas, en fin, también es otras cosas: la ciudad capaz de dar cabida a L’Heritier, el bar de perdedores desde donde se escribe esta crónica para Cultura (que es la sección a la que va la gente que no sabe dónde meterse, según Javier Cercas), o el Delirium Tremens, un sótano decorado con barriles junto a la Gran Place con un catálogo espectacular de las mejores cervezas del mundo, o casi.

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Sobre la firma

Claudi Pérez
Director adjunto de EL PAÍS. Excorresponsal político y económico, exredactor jefe de política nacional, excorresponsal en Bruselas durante toda la crisis del euro y anteriormente especialista en asuntos económicos internacionales. Premio Salvador de Madariaga. Madrid, y antes Bruselas, y aún antes Barcelona.

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