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CRÍTICA: 'LOS PITUFOS 2'
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una sociedad azul

La película de animación, ambientada en buena parte en París, tiene un buen ritmo y se ve con cierta simpatía

Javier Ocaña

Desde que el dibujante belga Peyo creara los pitufos en la década de los cincuenta, los míticos personajes han ido pasando de la viñeta a la televisión, de la mercadotecnia al cine, con la facilidad con la que se instala una idea básica en la cabeza de los críos de generación en generación: un pueblo habitado por unos seres azules, a medio camino entre los enanitos de Blancanieves y los elfos de El señor de los anillos, que hablan utilizando su propio nombre como adjetivo y como verbo para determinadas expresiones, y que, hasta la llegada de Pitufina, son todos del género masculino.

Un concepto básico que, sin embargo, se ha instalado en la cultura popular hasta provocar múltiples teorías socio-políticas alrededor del universo pitufo, y que ha dado pie, incluso, a la chorrada de un ayuntamiento español que decidió, en pleno municipal, pintar todo el pueblo de azul para ser… Bueno, para ser. Así que con la llegada de Los pitufos 2, mastodóntica película de Hollywood, el que no haya sido seguidor de sus personajes en cualquiera de sus vertientes es probable que deambule durante su metraje entre el pensamiento de si les estará gustando a sus pequeños, o el de si todas esas teorías y paralelismos de personas mayores que ha oído encajan de verdad.

Técnicamente impecable, en algún momento hasta brillante gracias a unos efectos especiales de impresión, la película de Raja Gosnell, ambientada en buena parte en París, tiene un buen ritmo y se ve con cierta simpatía, sobre todo cuando Gargamel hace acto de presencia, mientras la mezcla de animación, tres dimensiones y personajes reales está resuelta con la profesionalidad habitual de Hollywood. Pero quizá conscientes de que corren malos tiempos para la cursilería kitsch presente en la base de las historias, los responsables de la película dejan a Papá Pitufo en un segundo (o tercer) plano, para trasladar a su película hasta el territorio de la aventura de acción y desmadre, con gran presencia de los “malotes”, como dice el cartel promocional; un tono que sólo desfallece cuando la historia se pone tierna con la familia de seres humanos que acompañan a los pitufos en el mundo real. En esos momentos puede que los críos (muy) pequeños lo lleven razonablemente bien, pero el adulto acompañante lo sufrirá.

En cuanto a las teorías políticas sobre la sociedad pitufa, casi todas basadas en el hecho de que en sus inicios esté formada exclusivamente por hombres, se ha hablado desde una revolución filogay hasta de una parábola totalitarista (ya sea comunista o fascista), aunque la que mejor encaja (piénsenlo al verla) es la de vislumbrar en el poblado pitufo a una especie de Vaticano gobernado por un anciano al que sólo hay que quitarle el acento ortográfico, y en el que la llegada de una mujer revoluciona sus comportamientos.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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