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MINIATURAS NEGRAS / 4

Carla y Rubén, estilistas

Carla le dijo: “Hacelo conmigo, llevame al depósito y cortarme el pelo”. Él le dijo que no

Eduardo Estrada

A quien se le ocurrió la idea de la colección fue a ella. Pero también es cierto que quien la hizo crecer fue él. O al menos hizo crecer el mito. Así que cada uno tuvo su mérito y los méritos son muy difíciles de repartir. Tal vez allí haya estado el origen de este drama.

Todo había empezado unos pocos años antes. A la peluquería no le iba bien. Dejó de irle bien cuando a tres cuadras pusieron otra, moderna, que pertenecía a una cadena para la que no importaba el nombre del peluquero sino el de la empresa: Magic. La de ellos, instalada delante de su propia casa, conservaba el nombre de siempre: Carla y Rubén, estilistas. La nueva tenía una máquina expendedora que ofrecía no solo café en sus distintas variedades, sino también chocolate. Y revistas nuevas cada semana. Y grandes fotos de mujeres famosas peinadas en la peluquería, aunque no estrictamente en esa sucursal, por el barrio no pasaba nadie con fama, al menos no con fama de la buena.

Carla conocía a las clientes del barrio y sabía que no iba a ser fácil competir con la foto gigante de la actriz de la telenovela de moda, con sus rulos brillantes recién hechos. En eso pensaba mientras barría los mechones muertos, antes de dar por finalizado el día. Entonces fue que vio el mechón y tuvo una intuición. Largo, colorado, grueso. En lugar de barrerlo lo levantó, le puso una gomita en una punta para que no se desarmara, y lo abrochó en una tarjeta blanca. Pensó un rato, descartó algunas alternativas, y por fin escribió: “Gracias, Rubén, si siguiera en el país no dejaría que mi cabeza pasara por otras manos. Un beso y este recuerdo”. Y debajo del texto una firma lo suficientemente garabateada como para que cada uno pudiera imaginarse lo que quisiera. Luego lo pegó en el espejo y se fue para su casa.

Carla le dijo: “Hacelo conmigo, llévame al depósito y cortarme el pelo”. Él le dijo que no

Al día siguiente no dijo nada y esperó. Recién la tercera clienta se dio cuenta del rulo colorado en el espejo. Rubén no había llegado a la peluquería. La clienta preguntó de quién era y ella dijo que no podía revelar el nombre de la dueña original, pero que ahora era de Rubén. Y luego, en voz baja como si se estuviera excediendo con sus revelaciones, dijo: “Y ese no es el único mechón”. Prometió que poco a poco ella iba a ir trayendo otros de la colección. Si Rubén no se enojaba, claro. Que sí, que hay una colección completa, hecha a lo largo de tantos años de peluquero, de sus viajes cuando iba a cortar y peinar a otras ciudades.

El rumor corrió. Carla fue agregando mechones y tarjetas blancas con firmas ambiguas. Rubén al principio no estaba seguro de seguir el juego, pero empezó a notar que las clientas lo miraban de otro modo. Y eso sí que era nuevo, él nunca había llamado la atención de las mujeres. Habilitaron un cuarto que usaban de depósito y allí instalaron “la colección completa”. Al tiempo empezaron a cobrar entrada. Más cara si la clienta entraba al depósito con Rubén y él le contaba la historia de algunos de los mechones. Una clienta de años, que tenía mucha confianza con Carla, le preguntó si no le daba celos que su marido tuviera tantas historias con mujeres. “Son mechones, no historias”, respondía casi olvidando que incluso ellos eran parte de la mentira. La cosa cambió cuando un día vino una clienta a pedir turno para que Rubén cortara uno de sus mechones y lo incluyera en la colección. Por qué no, dijeron con Carla. El ingreso extra no les vendría mal. Montaron otra escena, Rubén se encerraba con la clienta en cuestión en el depósito, prendía un sahumerio, ponía algo de música y con la tijera de filo dulce, cortaba. Luego la clienta escribía la tarjeta, clavaban el mechón y se iba. La ceremonia fue un éxito, hasta vinieron mujeres de otros pueblos. Carla se ocupaba de la limpieza, mantenía la colección impecable a pesar de que no era fácil sacarle el polvo a esos mechones sin que se desarmaran.

El día que encontró una bombacha no dijo nada, pero al tiempo encontró otra, y otra. Empezó a darse cuenta de que cuando Rubén se encerraba con una clienta en el depósito las otras murmuraban. Un día lo enfrentó y él se lo reconoció: la ceremonia era tan sensual, tan íntima, que cada tanto se enamoraba de alguna y necesitaba ahí mismo hacer el amor con ella. Carla se llenó de rabia. Pero no gritó, no hizo un escándalo, apenas dijo: “Hacelo conmigo, llévame al depósito y cortarme el pelo”. Rubén dijo que no, que con ella no funcionaría, que los dos sabían que los mechones eran una mentira. Ella rogó, imploró, ahora sí gritó y lloró. Pero Rubén fue terminante: “No”. Incluso le dijo que a lo mejor tenían que tomarse un tiempo, que él le compraba la parte de la peluquería y se quedaba con la colección. “La colección es mía”, dijo ella. Él se río. Agarró las llaves y fue “a tomar aire y pensar”. Ella fue al depósito arrancó con violencia los mechones e hizo una montaña de pelos en los fondos de la peluquería. Los prendió fuego. Y volvió a la casa. Rubén sintió el olor a pelo chamuscado cuando regresaba. Apuró el paso, se temía lo peor y eso encontró. Fue a su cajón a buscar la tijera de filo dulce. No pudo encontrarla así que tomó la de filo microdentada. Entró a la casa empuñándola. Al otro lado de la puerta estaba Carla empuñando la de filo dulce.

Claudia Piñeiro es escritora argentina, su última obra es Un comunista en calzoncillos.

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