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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El regreso de la edad de hielo

Las estadísticas no dejan lugar a dudas: se lee mucho y a través de múltiples soportes

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

En el termómetro (bilingüe) que tengo colgado en el exterior de la ventana la columna de mercurio llega a 37º Celsius. No se lo digo en Fahrenheit porque podría darles un soponcio por simpatía. Tengo la casa en penumbra, pero sirve de muy poco. Desde el patio me llega el intermitente fragor de los viejos aparatos de aire acondicionado (este año nadie los ha renovado y son varios los que renquean) y, más allá, el eco descarnado de un programa de televisión dominical, probablemente Qué tiempo tan feliz, un nombre que es un auténtico sarcasmo si tenemos en cuenta, por citar un par de ejemplos, lo que los benditos Assange y Snowden nos han contado y todo lo que hemos perdido desde que Reagan y Thatcher iniciaron a escala global el desmontaje del Estado de bienestar para que el capitalismo pudiera reinventarse a lo bestia y regresar en derechos laborales a su edad de hielo (y plomo). Pero hoy, aquí y ahora, lo peor es el calor, que nubla las mentes y excita los ánimos. Me siento blue and disgusted —triste y asqueado—, como canta cansinamente Memphis Slim (“me siento como un radio roto / de la rueda del carro de un granjero”) desde un cedé felizmente redescubierto estos días. El ominoso bochorno me trae a la memoria, por contraste, una imagen de la Oda del viejo marinero (1798), de S.M. Coleridge, que tan eficazmente ilustró Gustavo Doré: “El hielo estaba aquí, el hielo estaba allí / el hielo estaba por doquier; /crujía y gruñía, y rugía y aullaba / como los sonidos que se escuchan en un desmayo”. La modorra y el ensueño me llevan a imaginarme leyendo en mi sillón de orejas incrustado en un acogedor bloque de hielo, como esos mamuts siberianos que se han conservado desde el holoceno. Hay un libro para cada momento, nos dicen los sabios. Tienen razón: estos días de agobio, cabreo e impotencia, escojo mis lecturas cuidadosamente. Ligeras y frescas, sobre todo. Elijo —quizás cautivado por la promesa implícita en el título— Instrucciones para una ola de calor, de Maggie O’Farrell (Salamandra), de cuya novela La extraña desaparición de Esmé Lennox (también Salamandra) conservo un agradable recuerdo sin memoria. Aquí la historia gira también en torno a una desaparición: un padre jubilado sale a comprar el periódico y no regresa, lo que desencadena una historia familiar en la que nada es como parece. El contexto es muy apropiado: la ola de calor que sorprendió a los londinenses en el verano de 1976 (no estuve en París en mayo de 1968, pero sí allí: ¡uff!) con temperaturas como las nuestras, que provocaron en ciudadanos no acostumbrados a tales canículas un sinfín de comportamientos atrabiliarios (de atrabilis, bilis negra) y reacciones inusitadas. Lectura fresca y ligera, pero con personajes sólidos y literariamente verosímiles, lo que no es poco en la era de Brown. Justo lo que usted, envidiado e improbable lector/a, necesita para leer en la tumbona y a la sombra, untado en crema protectora de factor 20, mientras yo me torro en este horno en penumbra, con música de fondo de Memphis Slim y acompañamiento de chirriantes aparatos de aire acondicionado.

 Fahrenheit
El ominoso bochorno me trae a la memoria 'Oda del viejo marinero' (1798), de S.M. Coleridge

No creo, a pesar de lo que diga Beatriz de Moura, fundadora de la penúltima adquisición de Planeta (que, según el eufemismo, ha “entrado en el accionariado de Tusquets”), que estemos viviendo “un Fahrenheit 451”, es decir, una época en que amplias capas de la población están dejando de leer. Más bien, creo yo, lo que sucede es que se están dejando de leer cierto tipo de libros; por ejemplo, algunos de los que publicaba la señora de Moura durante su etapa más, digamos, independiente. Las estadísticas de hábitos de lectura y los datos de Nielsen no dejan lugar a dudas: se lee mucho y a través de múltiples soportes, pero se lee masivamente lo que también ha sido masivamente aventado desde los medios, que son los mejores impulsores del “boca a oreja”. Hoy se lee más miméticamente que nunca, en una especie de fenómeno equivalente a cuando la multitud se agolpa ante los cuadros de una exposición “que hay que ver” o se fotografía en el puente Carlos de Praga para poder decir “yo también estuve allí”, en una irrisoria variación del clásico et in Arcadia ego. El fenómeno de las aglomeraciones, como decía Ortega, llegó hace tiempo al libro o, al menos, a cierto tipo de libros: aquellos a los que se les exige una rentabilidad impensable para la mayoría. En cualquier caso, lo cierto es que, a pesar de todo, siguen saliendo a la luz nuevas editoriales. Más de acuerdo con la veterana editora estoy respecto a sus opiniones sobre la distribución, caballo de batalla editorial y cifra de tantos fracasos. Ahí tienen, por ejemplo, el relanzamiento de la editorial Unomasuno, entre cuyos nuevos títulos les recomiendo vivamente dos: Charco negro, una interesante antología de relatos “negros” inéditos de autores españoles (entre otros: Marta Sanz, Luisgé Martín, Cristina Fallarás, Berna González Harbour) y argentinos (entre otros: Marcelo Luján, Kike Ferrari, Gabriela Cabezón, Carlos Salem), y De que nada se sabe (2002), una notable —aunque, a veces, desoladora— novela del ecuatoriano Alfredo Noriega (Quito, 1962) que nunca había sido publicada en España, pero de la que conocía la adaptación cinematográfica (Cuando me toque a mí, 2006) de Víctor Arregui. Bueno, pues resulta que esos dos libros, con los que he disfrutado en las últimas semanas, no son (por ahora) fáciles de encontrar, a pesar de su novedad. La responsabilidad habría que achacársela no sólo a una distribución quizás desganada, sino también a la indiferencia con que ciertas librerías contemplan hoy las novedades de editoriales poco conocidas y de las que temen les ocupen espacio para nada. Y es una pena, créanme. Estos libros están buscando sus lectores y (todavía) no los encuentran.

Líber
Con este tiempo leo 'Instrucciones para una ola de calor', de Maggie O’Farrell

Los organizadores evitan referirse directamente a Madrid-Arena como escenario del próximo Líber. Prefieren decir que el evento tendrá lugar en el “recinto de la Casa de Campo”, que trae más bien nobles recuerdos goyescos e históricos combates que memorias de absurdas tragedias evitables. Por lo demás, Líber será bifronte: tres días para que los profesionales hagan sus cosas (en tres pisos diferentes que se recorrerán tipo Ikea, es decir, de arriba abajo, para que no haya privilegios) y un fin de semana para que los libreros que se apunten (se les exige pagar 3.900 euros por cada uno de los 10 módulos previstos) levanten sus casetas en un pabellón anexo. Al público se le cobrarán 5 euros por la entrada, reembolsables en la primera compra. Habrá, dicen, autores firmando, cuentacuentos, mojigangas, etcétera. Mi topo amiga (lunar en forma de estrella en la espalda) me lee un comunicado interno de los libreros en el que no se les ve muy por la labor. Tienen razón: todo adolece de un aire improvisado. Al final, pudiera ser que los que vendan los libros sean los editores, con el consiguiente cabreo. Y, respecto al público, en fin: no creo que en octubre, con lo cara que se va a poner la rentrée, y en el Madrid-Arena (que me diga: en la Casa de Campo) haya puñaladas por ser el primerito en entrar.

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