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PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Pinter, el adelantado

'The Hothouse', escrita en 1958 por el dramaturgo británico, tardó años en ver la luz Jamie Lloyd la ha repuesto en el londinense Trafalgar Studios, con Simon Russell Beale

Marcos Ordóñez
John Simm e Indira Varma, en 'The Hothouse'.
John Simm e Indira Varma, en 'The Hothouse'. Johann Persson

El feliz revival de The Hothouse en Trafalgar Studios (Londres) vuelve a demostrar, por si hiciera falta, que el teatro político de Pinter no fue una ocurrencia tardía: lo escribió en 1958, varios años antes de saberse que la Unión Soviética encerraba a los disidentes en centros psiquiátricos y les sometía a terapias tan brutales como las que aquí se narran. Y no solo en la URSS, porque, como contó a Michael Billington (en The Life and works of HP), la función tiene un singular detonante autobiográfico. En 1954, para ganar algo de dinero, Pinter se ofrece voluntario para unas presuntas pruebas “de percepción sensorial” en el Mausley Hospital de la capital británica, que resultan ser un tratamiento de shock psicológico, con electrodos y sonidos de altísima frecuencia, muy similar al que luego mostraría en la obra. “Pasé varios días”, dice, “temblando de pies a cabeza, preguntándome a qué o a quiénes estarían destinados aquellos experimentos, y tardé mucho tiempo en olvidar la experiencia”.

En el otoño de 1958, pues, Pinter escribe The Hothouse como pieza radiofónica para la BBC (que acaba de emitir A Slight Ache) y poco más tarde la reconvierte en obra teatral, pero comprende que le ha salido muy bestia. Aún está fresca la herida del fracaso de The Birthday Party, que apenas había durado una semana en un West End profundamente conservador, así que opta por echar su nueva obra al cajón, donde dormirá 22 años: de estrenarse en su momento estoy convencido de que habría sido una bomba todavía más poderosa que Look Back in Anger, de Osborne. “¿Angry Young Men?”. Nadie más radical y furioso que Pinter en aquellos días, aunque los clasificadores de turno se empeñaron en colgarle la etiqueta de “teatro del absurdo”, cuando su tema primordial era meridiano: la máquina totalitaria desplegando sus redes sobre el individuo.

En 1980 encontró y releyó la lejana comedia y decidió estrenarla, en el Hampstead Theatre Club, bajo su propia dirección. Fue una sorpresa y un éxito, y pasó al Ambassador del West End. Quince años después encarnó a Roote, su protagonista, en el Minerva Studio de Chichester, a las órdenes de David Jones, y de ahí saltó al Comedy, el teatro que hoy lleva su nombre. En 2007 llegó al National en una puesta de Ian Rickson, y ahora mismo se está viendo de nuevo en Trafalgar Studios, en un montaje producido y dirigido por Jamie Lloyd.

La acción transcurre, entre torrentes de alcohol, durante una jornada navideña, marcada por un nacimiento y una muerte

El invernadero del título es un kafkiano “centro de reposo” comandado por Roote, un exmilitar pomposo, corrupto, y enloquecido, cuya autoridad se está desmoronando por momentos; un canalla de siete suelas para el que nacimientos y muertes son simples errores burocráticos, y que el arrasador Simon Russell Beale interpreta como una versión demoniaca del Basil Fawlty de John Cleese, en un tour de force de creciente delirio que no da ni un segundo de descanso al espectador. La acción transcurre, entre torrentes de alcohol, durante una jornada navideña, marcada por un nacimiento y una muerte: Gibbs, su ofídico segundo de a bordo (John Simms, del que aquí se vio la serie Mad Dogs), trata de averiguar quiénes son los responsables de la muerte del paciente 6457 y del embarazo de la 6459. En similar nivel de excelencia, completan el turbio equipo directivo Indira Varma en el rol de Miss Cutts, amante de Roote, una doctora lúbrica con delirios de femme fatale, y John Hefferman (el hermano británico de Israel Elejalde) como el cínico y rebelde Lush. Harry Melling interpreta a Lamb (un nombre muy apropiado), el ingenuo portero que se convertirá en chivo expiatorio. Completan el reparto, en dos breves papeles, Clive Rowe (Tubb, un miembro de “los de abajo”) y Christopher Timothy como el tecnocrático gerifalte Lobb, no se sabe si responsable de sanidad o del MI-5.

El espectáculo se abre, a la manera de Dennis Potter, con ensoñadoras baladas de los cincuenta (Life could be a dream, Teenager in love) que establecen un irónico contraste con la sordidez de ese sumidero al que van a parar quienes “no se ajustan a las normas”. Hay una escenografía muy sencilla (muebles degradados, como sacados de una almoneda) y se pasa de un espacio a otro por simples cambios de luz. La disposición es frontal, pero con un par de hileras de sillas en pleno escenario, para dar una idea de circularidad o para aumentar el aforo (o ambas cosas).

La ultraprecisa dirección de Jamie Lloyd hace avanzar la acción a la velocidad del rayo y se ajusta como un guante a la portentosa mezcla de tonos de Pinter, que pasa del humor dislocado al latigazo terrible en cuestión de segundos, y alza, paso a paso, un asfixiante clima de pesadilla. Es pasmoso advertir hasta qué punto el joven Pinter dominaba ya el oficio por lo bien tensadas, fijadas y combinadas que están las escenas, con tres momentos que cortan el aliento: el monólogo de Lush, dirigido al público; la tremenda escena del experimento a cargo de Gibb y Miss Cutts, y el duelo entre Roote y Lush tras la fiesta navideña, una entrada de clowns siniestros (con pastelazo y puro explosivo incluidos), muy en la línea de las delirantes batallas verbales entre Spike Milligan y Peter Sellers en The Goon Show, el revolucionario programa de radio de la BBC en los cincuenta, sin olvidar esa doble conclusión magistral en la que asoma el gran guionista futuro: el salto, por elipsis, al despacho del ministro Lobb, en el que, muy a la inglesa, va a barrerse la catástrofe bajo la alfombra, y la brutal imagen final del cuerpo catatónico en la sala de interrogatorios, que deja al público clavado en sus butacas.

Pinter fue, como decía al principio, un adelantado a su tiempo. Además de su lucidez ideológica, The Hothouse se anticipa (en una década, y con muy superior pegada crítica) al humor nihilista de What the Butler Saw (1969), de Joe Orton, a los diálogos absurdos y glaciales de los Monty Python y a la fantasía paranoica y surreal de la serie The Prisoner (1967), de Patrick McGoohan, donde los asilados de una “residencia de descanso”, bajo una atmósfera aparentemente benévola, eran despojados de su identidad para convertirse en números de una lista. Ignoro si The Hothouse se estrenó en España en los ochenta: diría que no. Si estoy en lo cierto, ya va siendo hora de que alguien la monte, porque juega y gana en todas sus mesas.

The Hothouse. Harold Pinter. Dirección de Jamie Lloyd. Intérpretes: Simon Russell Beale, John Simm, Indira Varma, John Hefferman. Trafalgar Studios. Londres (Inglaterra). Hasta el 3 de agosto.

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