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Benjamin Britten vuelve a la playa

Reino Unido celebra el genio del compositor británico en su centenario

Benjamin Britten en la costa de Suffolk,Inglaterra
Benjamin Britten en la costa de Suffolk,InglaterraBrian Seed

Ni el constante rumor del oleaje, ni el graznido de las gaviotas que se entremezcla con la música son producto del artificio. Tampoco el marco en el que se desarrolló la semana pasada una velada operística inusual y cargada de emociones: Peter Grimes, el solitario pescador erigido en uno de los grandes antihéroes del género, regresó a su hábitat natural, a esa playa de Aldeburgh en la costa del Mar del Norte que inspiró la obra quizá más celebrada de Benjamin Britten (1913-1976). La representación encarnó el pico de las conmemoraciones que vienen arropando el centenario del compositor inglés en todo el mundo para subrayar proyección global. Porque, lejos de los teatros de ópera y de las salas de conciertos más insignes, el pueblecito marinero del condado de Suffolk (sudeste de Inglaterra) donde Britten vivió, trabajó y concibió una parte importante de su producción reivindica en este año tan especial su asociación indisoluble con una figura musical clave del siglo XX.

 El público respondió entusiasmado a las tres citas convocadas por la producción Grimes en la Playa (Grimes on the beach), la escenificación frente al horizonte marino de una ópera que Britten creó inspirándose en el poema de un autor local (Geroge Crabbe) y en esa comunidad de Aldeburgh con sus barcazas, redes de pesca y casitas de colores. A pesar de las inclemencias de una meteorología inglesa que no tiene compasión en pleno junio, del amplificador que apuntala las magníficas voces del tenor Alan Oke (Grimes), la soprano Giselle Allen (Ellen) y el barítono David Kempster (Balstrode), y de que la ejecución de la orquesta está necesariamente pregrabada. Hasta la crítica ha perdonado el sacrilegio, cautivada por una atmósfera imposible de recrear en cualquier otro lugar.

Mientras Peter Grimes desembarcaba en una plataforma de 50 metros ubicada en la misma arena del litoral de Aldeburgh, a unos 225 kilómetros hacia el sudoeste llegaron las primeras y estupendas críticas de la reposición de Muerte en Venecia en la English National Opera de Londres. Y la vecina Royal Opera House, en el barrio de Covent Garden, está a punto de estrenar una producción de Gloriana. El autor de ambas óperas no es de los que precise de centenarios para estar presente en las programaciones musicales de Reino Unido, pero el llamado “año Britten” busca exponer al máximo su legado y reclamar un reconocimiento históricamente difícil para el genio musical (clásico) de los británicos. Desde Brasil hasta Australia, pasando por Rusia y China, más de dos millares de eventos, de ejecuciones orquestales o de cámara, de coros y, sobre todo, de óperas, están jalonando desde principios del 2013 los 11 meses que desembocarán propiamente en la efemérides del 22 de noviembre de 1913.

Benjamin Britten nació ese día en Lowestoft (condado de Suffolk), miembro de una familia de aficionados a la música que pronto detectó el talento prodigioso del retoño. Le imbuyeron el cariño hacia las melodías y canciones de su tierra, que dos décadas más tarde plasmaría en su Sinfonía simple, y le procuraron la mejor educación académica. Pero su espontaneidad creativa ajena a corsés eludió la vía convencional, trabajando para el cine, la radio o el teatro, impregnándose de la influencia de avanzados poetas como W.<TH>H. Auden, autor años más tarde del libreto de su ópera Paul Bunyan. Rechazaba el provincialismo de la escena musical británica, en pro de una visión europea con influencias de Debussy, Schoenberg y Berg. En los años treinta del siglo pasado, el Britten compositor ya es un nombre insoslayable, pero su producción resulta fría para los auditorios locales.

Su afianzamiento en la escena internacional acaba convenciendo a unos británicos ansiosos por reivindicar como suyo a un nuevo Purcell o Elgar. Las reticencias se trastocan en la cálida acogida no solo al músico, sino también a su condición humana, algo inusual para aquellos tiempos: Britten se declaró objetor durante los años de la II Guerra Mundial que pasó en EE UU, y regresó a Reino Unido a finales de la contienda para instalarse definitivamente en Aldeburgh en compañía de su colaborador y pareja sentimental de por vida, el tenor Peter Pears (en aquella época la homosexualidad era ilegal en las islas). Allí creó hace seis décadas un festival musical todavía hoy vigente y que, fiel a la doctrina de su promotor, inserta en su calendario anual cualquier manifestación artística que merezca la pena, ya sea clásica o contemporánea.

La conocida como Casa Roja (Red House) del pueblo, en la que Britten se instaló junto a Pears hasta su muerte, acaba de reabrir las puertas al público como depositaria de sus archivos y del querido piano Steinway en el que ensayó las notas de su testamento musical, Muerte en Venecia (1973).

Veintiocho años antes, la añoranza de este mismo entorno le había inspirado una pieza, Peter Grimes, que hoy ostenta la marca como la ópera del siglo XX más representada en escenarios del mundo. Aldeburgh nuca creyó contar con un espacio capaz de albergar toda la dimensión y matices de ese drama pesquero. Hasta que abrió su propia playa, sin prejuicios de índole musical, para brindar a Britten el mejor homenaje posible, el momento en el que Grimes es finalmente dueño de su playa.

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