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LAS COLECCIONES DE EL PAÍS

Cuando sobran las palabras

El domingo, con EL PAÍS, por 2,95 euros, ‘Lost in translation’ de Sofia Coppola, con Bill Murray y Scarlett Johansson

Ana Marcos
Bill Murray y Scarlett Johansson, en un momento de 'Lost in translation'.
Bill Murray y Scarlett Johansson, en un momento de 'Lost in translation'.

Sofia Coppola llenó los bares de los hoteles de almas solitarias deseosas de casualidades maravillosas con Lost in translation, en 2003. La directora estadounidense unió en su segunda película a un actor de mediana edad —venido a menos— y a una joven licenciada en Filosofía, recién casada con un fotógrafo del rock, en la esquina más oriental del planeta.

En Tokio se encontraron Bill Murray, Scarlett Johansson y el desconcierto vital. Él envidando los restos de su carrera, más que hundida, a la publicidad. Ella, apoltronada en el alféizar de la ventana, esperando una luna de miel, que tardaba demasiado en llegar. “Me interesaba crear unos personajes que vivieran esa sensación de encontrarse perdidos en la vida, lo que uno siente a veces al estar fuera y que en Japón se experimenta de manera más exagerada”, contaba en aquel momento la hija del creador de El Padrino.

El ejercicio de aislamiento, aunque cimentado en algunas páginas del diario de Coppola —a más de uno se le ocurrió relacionar este encontronazo cinematográfico con la relación que mantuvo con Spike Jonze—, tardó en perpetrarse por las exigencias de Murray. Obstinada, puso como condición su presencia, pero el intérprete de Flores rotas se hizo rogar ocho meses. “Al final aceptó porque le había gustado el guion”, zanjó la directora, sin aportar más detalles para la historia del cine. Y eso que la cabezonería de Coppola supuso la vuelta al primer plano de un actor que encadenaba secundarios, a veces tan invisibles como el jefe más misterioso del espionaje en pantalla grande, Charlie.

Para Scarlett Johansson el salto fue de triple mortal. Sus experimentos indies en Ghost world y las intentonas comerciales con Arac attack, aún no habían convencido a los dueños de Hollywood. Hasta que paseó sus encantos por la capital japonesa y Woody Allen decidió convertirla en su nueva musa.

Tras su debut con Las vírgenes suicidas, Sofia Coppola consiguió independizarse de su padre a golpe de premios. La crítica estadounidense premió a Bill Murray. El Círculo de críticos de Nueva York repitió galardón al intérprete y se lo otorgó también a la autora. Conquistado el cine independiente patrio, Hollywood cedió a sus encantos y se hizo con el oscar al mejor guion original. Entonces, de ultramar llegaron el césar francés y tres baftas británicos.

Transitar por el caos callejero de Tokio, ciego por tanta estridencia luminosa, y experimentar la lisergia de los karaokes que el amanecer enmudece, termina por romper cualquier brecha social, cultural y vital entre coqueteos e imprevisibles complicidades. Tanto, que aún colea ese inquietante y sordo final. “No estoy muy segura ni yo”, confesó Coppola.

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Sobre la firma

Ana Marcos
Redactora de Cultura, encargada de los temas de Arte. Ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS. Fue parte del equipo que fundó Verne. Ha sido corresponsal en Colombia y ha seguido los pasos de Unidas Podemos en la sección de Nacional. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y Máster de periodismo de EL PAÍS.

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