Padre Coraje se muscula

Especialista en secuencias de riesgo en títulos del cine de acción de los años ochenta y noventa como Arma letal 2 (1989), El último gran héroe y Blanco humano (ambas de 1993), Ric Roman Waugh debutó en la dirección con una película que convertía la trastienda de su gremio en combustible para el espectáculo de estantería de videoclub: en La sombra del crimen (2001), el amor por la hija de su último objetivo —un especialista de Hollywood— convertía a un asesino a sueldo… en especialista de Hollywood. Tan pintoresca ópera prima no garantiza el estatus autoral de un cineasta de formas tan rutinarias como Waugh, pero quizá funciona como oportuno toque de atención sobre su anómala identidad en un territorio donde, en principio, nadie se perdería en busca de un autor. Una identidad anómala que también se define a través de ciertas obsesiones recurrentes: como en su segundo trabajo, Felon (2008), El mensajero aborda la inmersión en los ambientes de la criminalidad de un tipo duro que es integridad moral de una pieza.

En los primeros minutos de El mensajero se habla insistentemente de dinero, pero la película pronto centra su atención en las derivaciones de una ley en la lucha contra el narcotráfico que fomenta la delación y que arrastra, como daño colateral, al hijo adolescente del protagonista. El mensajero toma la decisión de no buscarle las cosquillas ni a esa ley, ni al paisaje de desaliento financiero para convertirse en involuntaria respuesta ciclada —también tediosa— a Padre Coraje.