Atracos coreanos
Choi Dong-hoon podría ser el próximo realizador coreano en viajar a Hollywood, porque ni siquiera habría que domesticarlo, ni depurar sus agitados códigos de conducta
Tras el desembarco en Hollywood de Park Chan-wook y de Kim Jee-woon, autores esta temporada de Stoker y El último desafío, no sería de extrañar que otros directores coreanos fueran reclutados por el cine americano en base a su poderosa mano para el cine de acción, el espectáculo navajero, la potencia visual y las persecuciones que, más allá de toda lógica, aterrizan en el territorio de la credibilidad gracias a un martillo pilón llamado talento para la cámara y el montaje. De hecho, Choi Dong-hoon bien podría ser el próximo, porque a este ni siquiera habría que domesticarlo, en el sentido de depurar sus agitados códigos de conducta, atemperar su ultraviolencia y acelerar su ritmo. El estilo de Dong-hoon es pura adrenalina hollywoodiense (o coreana, según se mire), y El gran golpe, su cuarto largo, y primero en llegar a España, una película americana de atracos (casi) de libro, aunque, claro, ambientada en Corea, Hong-Kong y Macao, paraíso oriental de los casinos.
EL GRAN GOLPE
Dirección: Choi Dong-hoon.
Intérpretes: Kim Yung-seok, Gianna Yun, Simon Yan, Lee Jung-Jae, Kim Hae-suk, Oh Dal-su.
Género: acción. Corea del Sur, 2012.
Duración: 135 minutos.
El gran golpe comparte tantas cosas con, sin ir más lejos, Ocean’s eleven y sus secuelas, que no será difícil que la inmensa mayoría de las críticas hagan referencia a una comparación que no es cliché sino realidad: estructura basada en una previa presentación de personajes mediante su reclutamiento, preparación y realización del atraco, y consecuencias posteriores; pandilla de muy diferentes personalidades y edades (aunque aquí la cuota femenina sea más amplia); espectacularidad dirigida al hedonismo; toques de comedia, casi al estilo screwball clásico; lucha de sexos con una pizca de romanticismo; ironía desprejuiciada. No son pocos los paralelismos con la saga de Steven Soderbergh y, sin embargo, hay un momento en su parte final, justo antes de volver al glamour y al colorismo, en el que la película, tal vez demasiado larga, afila el gesto, se va de persecuciones por los barrios bajos, entre los aparatos de aire acondicionado y los toldos del todo a cien, y se convierte en algo decididamente coreano, descarnado y personalísimo.