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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Kechiche

Puede que la Palma de Oro para su nueva película, 'La vida de Adèle', convierta por fin su nombre en alguien asequible y reconocido por el gran público

David Trueba

Para un cineasta, los festivales de cine son una oportunidad y una tortura al mismo tiempo. Destrozado el mercado de salas por la avidez que ha marcado todos los sectores artesanales en las últimas décadas, una gran cantidad de la producción del año no encuentra otro espacio para reivindicarse que el de los festivales y las muestras de cine. Desterrado del consumo convencional, mucho cine ambicioso y especial necesita someterse a la competición, probablemente el más absurdo destino de una obra artística, y ser premiada en comparación con otra. Pero los premios se han convertido en la única salida promocional de quien no disfruta de una potencia de propaganda para apoyar su proyecto.

Por eso al terminar el Festival de Cannes queda lejano el recuerdo de su apertura, cuando otra adaptación de El gran Gatsby se benefició de las toneladas de prensa y glamurosa celebración como prólogo a que el gran cine se pudiera hacer visible durante la competición. El festival siempre ha jugado con inteligencia esa baza doble, aunque hace ya mucho tiempo que hemos perdido la inocencia ante sus cálculos, sus decisiones interesadas y su listado de filias y fobias. Pero el premio para Abdellatif Kechiche recupera la razón de ser de estos concursos. Es un director que ha tenido excesivos problemas para llegar a nuestro país, aunque fuera en circuitos minoritarios. Lo logró con su película La escurridiza, después de que fuera ignorado su extraordinario debut La faute á Voltaire.

Después llegaría La graine et le mulet que en España se estrenó como Cuscús, una película deliciosa, y vuelta a las dificultades para La Venus Negra, una durísima recreación de la explotación de lo grotesco, en un ambiente sonámbulo y desagradable. Puede que la Palma de Oro para su nueva película, La vida de Adèle, convierta por fin su nombre en alguien asequible y reconocido por el gran público. Que sea necesario pasar por la lotería de los premios y las clasificaciones deportivas aplicadas al talento, evidencia la incapacidad del mercado del cine para superar la rapacidad de su vertiente industrial. Pero bienvenido sea que nos familiaricemos con el nombre de este tunecino francés, modernizador de Marivaux, que transporta la delicadeza y la complejidad a su hermoso retrato del mundo contemporáneo.

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