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Blur y The Knife cierran con brillantez una jornada notable

El recurso nostálgico de The Breeders, los sevillanos Pony Bravo y Tinariwen, entre lo más destacado del segundo día

Iker Seisdedos
Actuación de Blur en el Primavera Sound.
Actuación de Blur en el Primavera Sound.GIANLUC BATTISTA

Ventilemos las urgencias informativas y dejemos paso a las revelaciones. Blur ha dado esta madrugada en el festival Primavera Sound un concierto para guardar. Convenientemente salpimentada de hits (sonaron, entre otras, Song 2, The universal, Tender o Girls & boys) y calculadamente desmadrada en su arranque, la receta administrada por la banda británica ha colmado las expectativas de una muchedumbre que batió todas las marcas de esta edición del festival y que intuía la que se les venía encima: un aquelarre de pop sobresaliente macerado en los buenos recuerdos.

Hacía 15 años que la formación original del cuarteto (Damon Albarn, Graham Coxon, Alex James y Dave Rowntree) no tocaba en España y, por lo que se vio sobre el abarrotadísimo escenario grande del festival barcelonés, los chicos lo echaban en falta. Parecen encarar estos conciertos de reunión, por lo demás, bastante similares en sus distintas escalas por el mundo, como lo harían unos amigos que llevan tanto sin verse que ya no recuerdan qué era eso que tanto les molestaba del resto. Con esa estrategia de mirar hacia atrás sin ira (ni con demasiada nostalgia) paliaron durante una hora y media a base de intensidad juvenil el paso de los años .

Y ahora, las revelaciones. Si existe un lugar llamado “el futuro del pop”, de allí precisamente venía hoy el dúo sueco The Knife. El espectáculo ideado para presentar, por primera vez en el contexto de un festival, su sobresaliente último trabajo, Shaking the habitual, quedará como uno de los experimentos más osados y exitosos de este Primavera.

Además de música, la banda brindó una lección de compromiso artístico con un espectáculo coreográfico basado en danzas tomadas de todas partes del mundo y el poder democrático del neón. Tocaron, al ritmo de la electrónica desquiciada que les caracteriza, asuntos como la teoría de género, la trampa del capitalismo virtual o el desarrollo insostenible a una hora en la que la gente acostumbra a tener la cabeza en otro lado Cuesta pensar en otra banda de pop con su capacidad para deslumbrar en tantos niveles distintos.

Mucho antes, Kim Deal, cantante de The Breeders, había proferido uno de los aullidos más célebres de la historia del indie rock, el que abre el tema Cannonball, el mismo que les hizo casi famosos. Y entonces se desató la euforia entre los asistentes a su concierto. Era la concesión nostálgica del día. La banda llegó a Barcelona a reproducir fielmente Last splash, su disco más emblemático. Deal incluso bromeó con la mecánica, tan en boga, por la que ciertas estrellas del rock de diversos tamaños recurren a los viejos (y casi siempre mejores) tiempos. “Ahora vamos a tocar el último tema de la cara A”, dijo con afán didáctico.

Publicado en 1993, cuando efectivamente los discos todavía tenían dos caras, sus autores volvieron a él para corroborar lo que ya sospechábamos: la banda paralela de la chica de los Pixies nunca estuvo formada por virtuosos. Tampoco han aprovechado estos años para alcanzar tal meta. Poco importó. Pudieron sonar más amateurs de lo asumible, sí, pero las composiciones lograron activar viejos resortes incluso entre aquellos que ni siquiera habían nacido entonces.

The Breeders fue el primer plato fuerte de la jornada. Por la tarde, la banda sevillana Pony Bravo demostró que tiene su propio discurso. Y eso sí es una rareza. Mezclan sin rubor asuntos como el rock progresivo andaluz, el desparpajo del mambo y la iconoclastia anarcoide. Y funciona. No temen ser políticos y pueden ser muy divertidos. De modo que cuando subieron al escenario, se sintió un soplo de aire fresco incluso en medio de una tarde temiblemente ventosa. Entre las líneas de sus canciones se pueden escuchar ecos de las películas underground de Gonzalo García Pelayo o de la Comuna Antinacionalista Zamorana de Agustín García Calvo, tan teóricamente cercanos, pero al mismo tiempo tan extraños en este contexto, donde muchas veces los posicionamientos ideológicos se limitan al último decimal en la nota de la crítica al disco del momento.

Con esas credenciales, fueron la mejor noticia de la tarde junto con la actuación de OM, banda de metal con esquemas y estética propias del dub. El bajo de Al Cisneros condujo a la audiencia por espirales espaciosas y repetitivos de extraños tintes espirituales.

Antes, a la hora de la siesta, mientras el viento amenazaba con llevarse por los aires el festival, el Auditori intimaba con la propuesta desnuda del prestigioso productor Ethan Johns, que compareció solo, aunque acompañado por sus composiciones de rock de raíz estadounidense. En un giro que dice mucho del criterio de organizadores y asistentes al Primavera Sound, a Johns siguió le banda de jazz etíope que lidera el septuagenario vibrafonista Mulatu Astatke.

Actuó en un teatro a rebosar de una audiencia que, algo despistada, aplaudió a los solistas, correctos en su papel, es cierto, como si el mismísimo Eric Dolphy hubiera vuelto, pobre, de entre los muertos.

El círculo se cerraría a eso de la medianoche, cuando el cineasta Jim Jarmusch dio en el escenario ATP un concierto en el que mostró su faceta de músico experimental con el proyecto de distorsión que mantiene con el holandés Jozef Van Wissem. Después de todo, Jarmusch rescató al instrumentista etíope del olvido (o del recuerdo de un puñado de aficionados a los discos raros) al incluir su música hipnótica, basada en la escala pentatónica tradicional y mezclada con elementos de funk y latin, en la banda sonora de la película Flores rotas.

La otra refrescante inmersión africana vino de la mano del rock del desierto de Tinariwen, banda guitarrera de tuaregs. Ofrecieron un sensacional concierto durante el que la tradición ajena sonó a fantástica revelación propia para sorpresa de su líder, al que la guerra en el Sahel no le dejó viajar la última vez que la banda actuó en España, y ayer se esforzaba por hacerse comprender en un árido francés.

Menos suerte hubo con Kurt Vile & the Violators, cuya propuesta de rock clásico desvaído, sonó un tanto desmayada, cuando no directamente desafinada. Que la suya es una opción estética y no la desgraciada concatenación de casualidades que suele aliarse en un mal concierto quedó claro ya desde su aspecto deslavazado y sus modos sobre el escenario. Es un interesante guitarrista, pero lo que en disco resulta estupendamente bien, en directo naufraga en la indolencia, como ya se pudo comprobar hace un par de años en este mismo festival.

No podrá Vile echarle la culpa al emplazamiento que le tocó en suerte. Lo más reseñable de las últimas horas de la jornada del jueves, no fue Grizzly Bear, llamados a dar un gran concierto hasta que la cosa se torció. Y mucho menos Animal Collective, que invitaron a preguntarse si lo suyo no será definitivamente una broma de mal gusto. El gran hallazgo del jueves fue, dentro de lo que humanamente se pudo abarcar, la comprobación de que el escenario Heineken, recién llegada como cerveza patrocinadora del evento, es uno de los grandes descubrimientos de esta edición.

Las virtudes del nuevo espacio se pudieron comprobar durante el eficaz concierto de la banda francesa Phoenix, que operan con matemática precisión a partir de un repertorio abundante en canciones memorables.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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