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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
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Crónicas carnívoras

"Estos días he releído con placer culpable 'No Turn Unstoned', la antología de las peores críticas (anglosajonas)"

Marcos Ordóñez

A los que se empecinan en afirmar que los críticos teatrales españoles nos comemos a los niños crudos suelo recomendarles un paseo por la prensa anglosajona: predomina un muy alto nivel de excelencia, pero cuando se ponen bordes no hay quien les pare. Recuerdo una llamémosle crítica (aunque no a su autor, lástima) del fabuloso King Learinterpretado por Ian Holm en 1998, en el National londinense, donde el reseñista descalificaba su actuación con una argumentación delirante: tras ver al actor desnudo en la escena de la tormenta, consideraba que un rey tan escasamente dotado no podía haber engendrado tres hijas. (Holm tampoco lo ha olvidado).

La cosa viene de antiguo. William Hazlitt fue un finísimo y mesurado ensayista que cuando ejercía de crítico se convertía en un caníbal. En 1816 recibió el Falstaff de Stephen Kemble, el hermano menor (en edad y en talento) del gran John Kemble, con estas feroces palabras: “Las razones para que el señor Stephen Kemble interprete a Falstaff parecen ser las mismas que autorizan a Luis XVIII a ocupar plenamente el trono de Francia: está gordo y pertenece a una determinada familia”.

Estos días he releído con placer culpable No turn unstoned, la antología de las peores críticas (anglosajonas) compilada por Diana Rigg, que apareció en 1982, con escasa repercusión, pero en su reedición de 1991 se convirtió en libro de culto. El título es un casi intraducible juego de palabras de Bernard Shaw, que le da la vuelta a la expresión No stone unturned (sin piedra por remover) para aplicárselo a los críticos, que no dejarían, en versión libre, “ninguna función sin apedrear”.

Selecciono, de entre cientos, unas cuantas muestras para un posible top ten del garrotazo (o la estocada mortífera). Hay sutilezas ingeniosas, como la clásica frase de Dorothy Parker (“Katherine Hepburn recorrió toda la gama de emociones, de la A a la B”), y aseveraciones que no pierden tiempo mareando la perdiz, como la de Benedict Nightingale calificando sin ambages el Amadeus de Simon Callow (en 1979) como “un atolondrado cruce entre un chimpancé y un asno”. En el negociado de comparaciones odiosas se lleva la palma Arthur Thirkell a la hora de reseñar el Tamburlaine de Albert Finney (en 1976) con estas inclementes palabras: “Más que el salvaje conquistador de Asia, el señor Finney parece un elfo con sobrepeso”.

Tampoco es de recibo comparar el rostro de Prunella Scales con el de “un hámster preocupado”, como hizo Alan Brian en su crítica de Anatole, pero hay que reconocer que Clive James dio en la diana (y puede comprobarse en el DVD) al señalar que la principal influencia de Laurence Olivier para componer su Shylock televisivo bien puedo haber sido el mismísimo Tío Gilito (Scrooge McDuck, en el original) de los tebeos de Disney.

Es agradable rastrear evoluciones formales: Bernard Levin, el temible crítico del Daily Mail en los sesenta, comenzó practicando la comparación desnucante (“Denis Quilley encarna a Charles Condamine con el encanto y la vivacidad de la pata de una mesa de billar”) si bien luego refinó su florete: “En The Gazebo, la señorita Moira Lister recita sus frases como si estuvieran escritas en tinta desleída y desfilaran ante sus ojos por un teleprompter demasiado lejano”.

Abundan en el libro las citas del gran Kenneth Tynan, de quien, durante años, adoré su precisión quirúrgica: calificaba a John Guielgud como “un actor extraordinario desde el cuello para arriba” y definió el Enrique V de John Neville como “el mejor Ricardo II que he visto”. También hay apedreadores sin nombre, porque Diana Rigg solicitó a sus compañeros de ambos lados del Atlántico que le enviaran sus peores críticas y muchos recordaron el pecado pero no al pecador, como me ha pasado a mí con el ninguneador de la virilidad de Ian Holm. Julie Christie, por ejemplo, había olvidado el título del musical que interpretó en Birmingham en sus comienzos y el nombre del único reseñista, pero no su advertencia sumaria: “En beneficio de todos, no debería permitirse que Julie Christie vuelva a cantar nunca más un blues sin acompañamiento”. A veces una frase puede quintaesenciar reiteradas agonías, como el titular con el que Charles Spencer saludó La Celestina de Calixto Bieito en el festival de Edimburgo de 2004: “¡Oh, no, este hombre otra vez!”. Aunque no sé si es peor el silencio sepulcral: Cyril Cusack cuenta que tras protagonizar La importancia de llamarse Ernesto fue el único actor al que no mencionaron en una crítica al día siguiente.

Para terminar, ahí va, desde mi serena madurez, un consejo a los jóvenes críticos. Sé que es difícil, pero refrenad vuestro dañino ingenio y no tratéis de repetir nada de esto en casa: podéis (y os podéis) hacer mucha pupa.

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