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EL LIBRO DE LA SEMANA

Colección de emociones

Alice Munro vuelve a dar una lección de virtuosismo con 'Mi querida vida' Sus silencios la hacen grande y lo oculto pesa más que lo que escribe

La escritora canadiense Alice Munro (Winghan, Ontario, 1931).
La escritora canadiense Alice Munro (Winghan, Ontario, 1931).Jerry Bauer / Opale

Como la luz se descompone al atravesar un prisma se descompone en sus relatos la personalidad de Alice Munro (1931), reina madre de la narrativa canadiense y a la vez bruja extraña, capaz de introducir la vida humana en el alambique de su prosa y extraer de él un destilado más acerbo y mucho menos insípido de lo que se diría en apariencia. Lo que Munro oculta o preserva pesa más que lo que Munro escribe o revela; la autora de El progreso del amor (1986) o Demasiada felicidad (2009) también o sobre todo escribe entre líneas, escribe al margen, en realidad escribe notas al pie de sus propias historias, que no escribe completas porque son los intersticios, las elipsis, los silencios, y no otra cosa, los que la hacen grande, y ese primoroso talante escueto, parco, que comparte con su coetáneo Carver, hijos los dos de un minimalismo que muchos proclaman pero muy pocos dominan. Ríanse del iceberg de Hemingway, la señora Munro es muy diestra en el arte de observar e insinuar, de dejar entrever sin querer constatar. La señora Munro no pontifica, no abruma, apunta, sugiere —al fin y al cabo la intensidad emocional del relato no depende de su profusión textual: Balzac compone sinfonías, Munro preludios para piano, pero los dos emocionan por igual— y apela entonces a la intuición y a la imaginación del lector, que completa sus relatos cuando los lee, y los lee como un álbum de recuerdos ajenos.

Mi vida querida (Dear Life, 2012), su última colección de relatos, es un epítome de lo anterior. Está aquí su personalidad descompuesta —huellas de su pasado rural, retazos de vida familiar, como en La vista desde Castle Rock (2006), y una coda (Finale) que confiesa ser autobiográfica, que no está muy alejada de una suerte de testamento literario en cuatro retales de la memoria, y que tiene mucho del espíritu nostálgico y mítico de Proust (y a la que volveremos más adelante)—, y asimismo su singular estilo atemperado, que logra mitigar el abatimiento de las historias —una cincha moral las comprime, una sombra las oscurece— con léxico familiar, un reguero de indicios y narradores ebrios de empatía, como la rutina de la vida cotidiana consigue que no juzguemos tan dramáticos los dramas que en ella se representan.

Un veterano de guerra y la granjera Belle conducen la historia de ‘Tren’, y ‘Santuario’ nos convence de que la contracultura de los setenta no fue mayoritaria, y de que lo reaccionario puede estar agazapándose en un pueblo de provincias, en casa de tío Jasper y tía Dawn. Un narrador inclemente observa a la anciana Nancy atrapada en su propia mente en ‘A la vista del lago’, prodigio de sensibilidad en homenaje a la senectud, como en ‘Dolly’, tal vez el mejor arranque del volumen (“Aquel otoño se habló de la muerte. De nuestra muerte”). ‘Corrie’ narra un triángulo amoroso lastrado por incapacidades no siempre físicas. Una colección de sutiles conflictos salpicada de padres e hijos, amores fugaces, trenes y cines, manumisiones y asperezas, epifanías, penurias y nostalgias sobre un fondo verde esperanza que parece desvanecerse tanto o más que el albedrío de la mujer en un tiempo cicatero que aboga por las convenciones machistas condenando por defecto la iniciativa más feliz. Y un laberinto psicológico por el que deambulan personajes condenados por un destino ruin a entender que lo extraordinario nace de lo común, y que, si la observamos con el esmero de un naturalista, la vida cotidiana es capaz de convertir en maravilla la rutina.

Finale reúne, bajo un ambiguo pero tentador epígrafe (“Creo que es lo primero y lo último —y lo más íntimo— de cuanto tengo que decir sobre mi propia vida”), cuatro episodios de su biografía en los que recuerdos personales, de su madre, de su infancia, de sus lecturas —En busca del tiempo perdido, El gran Gatsby o La montaña mágica— compiten con los vestigios de otros recuerdos personales, los que se injertan en la comedida imaginación de los relatos que los preceden, pudiendo el lector confundir los primeros con los segundos, contingencia con la que la propia autora quiere jugar (“Creo que si estuviera escribiendo ficción, y no recordando algo que sucedió, jamás le habría puesto ese vestido…”). La señora Netterfield de ‘Vida querida’, un relato en forma de confidencia y en la antesala del gótico, contribuye a avalar, junto con un puñado de rasgos de estilo, el ascendiente de la narrativa sureña de Carson McCullers o Eudora Welty en la prosa de Munro, que tal vez quedaría probado por la mera convivencia de lo bello y lo siniestro en un entorno doméstico en el que luce el sol pero siempre amenaza tormenta, esto es, por la coexistencia de lo cotidiano y lo perturbador.

Ya octogenaria, Munro vuelve a dar una lección de literatura y de virtuosismo, esta vez teniendo aún más presente el pretérito y componiendo esta colección de pormenores trascendentes, de variedades de la flora emocional, de tranches de vie, esta gramática de la condición humana.

Mi vida querida. Alice Munro.Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino. Lumen. Barcelona, 2013. 333 páginas. 22,90 euros

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