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CRÍTICA DE 'EL IMPOSTOR'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Mentiras arriesgadas

Un relato fascinante que no proporciona herramientas al espectador para desentrañar el enigma

Un fotograma de la película 'El impostor'.
Un fotograma de la película 'El impostor'.

En el proceso que, poco a poco, está acercando el cine de no ficción al gran público —o, por lo menos, a un público no necesariamente minoritario— parece ir cobrando relieve un modelo de documental empeñado en mimetizar las formas del cine de ficción en sus vertientes más espectaculares. Son documentales apoyados, por regla general, en una gran historia, pero, también, intoxicados de un sentido del espectáculo lindante con el amarillismo —cuando no directamente entregado a él—, aspecto que compromete de manera más o menos grave la ética del discurso. El impostor del británico Bart Layton lleva ese tipo de estrategias tan al paroxismo que se convierte, incluso, en un fascinante objeto de estudio: su tema es la impostura, pero la impostura parece ser también el principal dogma de fe de su credo estético.

EL IMPOSTOR

Dirección: Bart Layton

Intérpretes: Adam O´brien, Anna Ruben, Cathy Dresbach, Alan Teichman, Iván Villanueva.

Género: documental, Reino Unido, 2012.

Duración: 95 minutos.

Layton cuenta un relato fascinante, pero, en lugar de proporcionar las herramientas al espectador para desentrañar un enigma, decide sumar capas de simulacro al mismo, acercándose a unos registros enfáticos cercanos a esas divertidas reconstrucciones del programa Cuarto milenio que nadie debería tomarse demasiado en serio. El impostor del título es Frederic Bourdin, suplantador de identidades que da su gran golpe al hacerse pasar por el hijo perdido de una familia americana, que le acoge con los brazos abiertos, pese a las divergencias de aspecto y edad con el desaparecido. Layton convierte a Bourdin en cómplice de su virtuoso juego, sincronizando sus palabras a cámara con gestos del actor que interpreta su papel en los fragmentos dramatizados. El cineasta llega hasta tal punto a fundirse con su objeto de estudio que la película acaba sugiriendo, con más placer por el giro de guion que compromiso con la ambigüedad, dando validez a lo que quizá no fue más que una cortina de humo creada por el propio Bourdin.

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