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EL LIBRO DE LA SEMANA

Vivir lo es todo

En su 'Autobiografía de papel', Félix de Azúa habla de los otros más que de sí mismo Obras, autores, hitos culturales e intelectuales irrumpen como timbales en la obra

ANDRÉS TRAPIELLO
Félix de Azúa.
Félix de Azúa.Susanna Sáez

Los lectores de este periódico, en el que Félix de Azúa lleva publicando sus artículos tantos años, conocen bien “el tono Azúa”.

Hay “un tono Azúa”, como hay un “tono Baroja” o un “tono Pla” o, por venirnos a lo de ahora, un “tono Savater” o un “tono Ferlosio”. Con todos estos escritores tiene que ver Azúa, por lo mismo que todos ellos tienen entre sí algo en común. En primer lugar son escritores que piensan críticamente, o sea que piensan donde otros pasan de largo, o por decirlo con palabras de don Pedro Mourlane, gentes que se dedican en buena medida al arriesgado “arte de repensar los lugares comunes”. También comparten estas tres cosas: la fuerte personalidad de cada uno de ellos, su intolerancia a la afectación, y el humor. Decía Ortega, a quien el cielo dio otros muchos pero no el don de la llaneza ni el del humor, que la claridad era la cortesía del filósofo. Creo que Azúa y sus conspicuos colegas han dado por hecho que la claridad se le debe suponer al escritor, y por eso en ellos la verdadera cortesía no es la claridad, que también, sino el humor y la ironía como antídotos de la retórica, eficacísima triaca contra la melancolía y, no pocas veces, atajos hacia la verdad.

Azúa acaba de publicar Autobiografía de papel, continuación de Autobiografía sin vida, en la pauta confesa de La forja de un plumífero, aquel bosquejo en el que Ferlosio hablaba de sí con una desusada autoironía: “Yo creo que estoy sobrevalorado”, declaró el día que le dieron el Premio Cervantes.

En este libro Azúa describe y evalúa su trayectoria intelectual ejercitando la “pedagogía de la modestia”. Claro que no habla tanto de él como particular, sino como “caso”, el “caso Azúa” diríamos nosotros. Quien venga buscando aquí efusiones sentimentales o tráfico de intimidad, se habrá equivocado de libro. Hallará en cambio cosas mucho más valiosas contadas por un seductor nato que le llevará embebecido desde la primera a la última página. Este es el tema, musical como si dijéramos: sobre el bajo continuo (la transformación del mundo en los últimos cincuenta años y la incapacidad de la poesía, la novela y la filosofía tradicionales para dar cuenta de él como en el pasado), una sincopada melodía (la vida de un hombre, Azúa, que relata en paralelo su incapacidad o descreimiento para ser poeta, novelista y filósofo). El contrapunto queda para los chuscos traspiés y la palabrería de la época, que no se ahorra, cosa muy de agradecer en quien reconoce haber formado parte de la coqueluche o gauche caviar, conocida también como Club de las Almendritas Saladas. “La corriente general”, dirá entre irónico y piadoso. Pero que nadie se llame a engaño: jamás ese proceso se ha descrito con mayor jovialidad y lucidez. Lo decía Gracián: “La queja trae descrédito”. Y si tras lo que él llama su fracaso como poeta llega a decir que “un nuevo fracaso [como novelista] era lo más estimulante que me podía suceder”, resulta no menos admirable ser testigos, por ejemplo, de la confesión de Azúa a propósito de Benet, cuyo “inmenso talento” acaso “fuera usado de un modo inadecuado”.

En este libro Azúa describe y evalúa su trayectoria intelectual ejercitando la “pedagogía de la modestia”

Obras, autores, hitos culturales e intelectuales contemporáneos irrumpen, pues, como timbales y trompetas en esta sinfonía cuyo director prefiere hacer el papel del “idiota” (el estafado) al de los “humillados”, resentidos y cómplices de la barbarie. Azúa trata de explicar y de explicarse lo que denomina “la decepción” que ha sufrido al comprender que “las medicinas que nos venden agravan la enfermedad que padecemos”. El mundo moderno ha conocido en muy pocos años la llegada de la “democracia total” que, junto al dominio de la técnica, nos ha puesto a las puertas de un mundo enteramente nuevo, verdadera tierra ignota. Y a la decepción ha seguido la perplejidad de un “hombre bisagra” como él, entre el Antiguo Régimen de los grandes relatos y las utopías que vendían la felicidad y esta nueva era en la que “aún estamos ensayando cómo se sobrevive en una sociedad sin dios y sin ayuda externa, después de veinte siglos de religión cristiana y sobreprotección divina”. La poesía, la novela y el ensayo, dirá Azúa, convergen hoy en el periodismo, entendido como el oficio de palabras e imágenes donde se funden todos los géneros, y este, insistirá, no es un hecho valorativo, sino descriptivo.

Quien en menos de doscientas páginas ha hecho un repaso trepidante, amenísimo y serio de todo lo que nos ha venido sucediendo en este tiempo, no creo que espere ni que todos le den la razón ni que se la demos en todo. Es cierto, pero pocas veces sentirá el lector más deseos de darle la razón a alguien, incluso discutiéndosela. Porque el propósito del verdadero pensador es hacernos pensar, no reclutar prosélitos, decía Unamuno. Y porque en un género, el de las memorias, en el que la gente tiende a ponerse estupenda, Azúa suele preferir hablar de otros más que de sí mismo, siguiendo el impagable consejo de Ferlosio: ocuparse de las cosas y no medirse con los demás. Y esto podrá verlo quien llegue al último capítulo, páginas magistrales que desmienten al propio Azúa: aún es posible la gran literatura, del mismo modo que la dedicatoria a la niña con la que se abre el libro desmiente que la poesía se vaya a perder en lo venturo: “A Inés, la estrella que me permite navegar sin pensar en el puerto”. Azúa, que tituló la primera parte de esta obra Autobiografía sin vida, bien pudo haber titulado esta “vivir lo es todo”.

Autobiografía de papel. Félix de Azúa. Mondadori, 2013. 178 páginas. 17,90 euros

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