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HISTORIA / ENTREVISTA

Memoria de historiador

Próximo a cumplir 90 años, Miguel Artola recuerda sus inicios como investigador El historiador repasa la influencia y actualidad del gran tema de su obra: el liberalismo español

El historiador Miguel Artola.
El historiador Miguel Artola.Gorka Lejarcegi

Miguel Artola (San Sebastián, 1923) viene de su reunión semanal en la Academia de la Historia. Se apoya ligeramente en un bastón y no oye bien. Por lo demás, el gesto y la palabra son los mismos que cuando en los años setenta nos veíamos en Hondarribia y explicaba el placer de navegar a vela desde San Sebastián. Sonríe siempre, le gusta hablar y la conversación se desvía muy pronto hacia comentarios políticos de actualidad, siempre escuetos, y sobre todo al relato centrado en su trabajo. Todavía reciente la historia de la Ciencia que ha escrito junto a José Manuel Sánchez Ron, Artola se ha comprometido a dirigir una historia del Ejército.

PREGUNTA. Como somos amigos desde hace tiempo, podemos mirar al pasado. En la década de los setenta tu visión del mundo se inclinaba hacia un moderado optimismo. A punto de alcanzar los 90 años, ¿cómo ves las cosas?

RESPUESTA. En principio, muy mal; podríamos estar ante un riesgo de crisis definitiva de Europa. Pero espero que tenga lugar una recuperación, si bien a un alto precio. El tiempo que se pierde con la crisis ha sido utilizado por otros países para progresar. Es posible que a Europa le cueste conservar la ventajosa posición económica, ya que no política, que tenía. Volverá una cierta prosperidad, pero no como antes.

P. ¿Por qué sigues trabajando con tanta intensidad? ¿Por el interés que te suscitan los temas? ¿O es que el trabajo es ya un componente inseparable de tu vida?

R. El trabajo ha formado siempre parte de mi vida, junto a cosas a las que fui renunciando. El problema, además, es que para vivir necesitas tener una actividad, contar con algo que te ilusione, y sin el trabajo, no puedo imaginarme los efectos perniciosos que ello podría tener para mi salud; obligado a preguntarme todas las mañanas qué voy a hacer en las próximas horas.

P. ¿Has pensado escribir tus memorias?

Tras el bachillerato quise hacer historia, pero en San Sebastián no se sabía qué era aquello. Nadie estudiaba letras

R. No, porque no tengo memoria. Es una de mis cosas más llamativas: la mala calidad de mis recuerdos personales.

P. Pero algo recordarás. ¿Cómo veía la realidad que le rodeaba un joven donostiarra que aspiraba a entender el mundo?

R. Bueno, no me hacía preguntas tan importantes. Simplemente, aspiraciones mal definidas. Cuando terminé mi bachillerato tenía algo muy claro: quería hacer historia. La verdad es que mi concepción era bastante nebulosa sobre en qué consistía lo que debía hacer. Lo fui descubriendo en la práctica. Me costó mucho. El problema es que el contexto en que te mueves te puede dar más o menos información. En mi época no existían más que las clásicas universidades, muy alejadas de San Sebastián, donde no se sabía que era aquello. Y las gentes de mi generación, como las de generaciones anteriores y posteriores, pensaban en ser ingenieros, empresarios, médicos y abogados.

P. ¿Historiadores, no?

R. Nadie estudiaba letras por entonces. Tuvo que pasar el tiempo para que aun antes de constituirse la Universidad del País Vasco, cuando yo enseñaba en Salamanca, aparecieran allí estudiantes de letras procedentes del país.

P. En Salamanca conociste a Francisco Tomás y Valiente

R. Con Tomás y Valiente establecí una conexión que no era solo personal, sino también profesional. Estábamos interesados en las mismas cosas, aun cuando nuestros puntos de partida fueran diferentes.

P. ¿Y con Koldo Mitxelena?

R. En aquel momento, en la Facultad de Letras de Salamanca el centro era la filología. Mi amigo Mitxelena tuvo en Salamanca una situación singular, vinculada a su especialización en el estudio y la enseñanza del euskera. Venían profesores de otros países, de manera que el nivel intelectual del colectivo de filólogos era muy alto. Cada mañana nos reuníamos a tomar café, hablábamos de todo tipo de cosas y se contaban chistes, con la gracia de hacerlo hasta en seis idiomas diferentes. Y lo peor era que se reían. En suma, era un lugar muy brillante. Historia no existía; yo cogí la expansión posterior.

P. Pero tuviste que trabajar con historiadores muy tradicionales, como Ciriaco Pérez Bustamante…

R. Sí, era muy tradicional, yo le conocí como profesor, y añadiré que en algunos de sus primeros libros fue algo más, como en su Historia moderna, un libro notable que destacaba por su presentación, y por el discurso. Y sobre todo apoyaba a sus alumnos y les daba una total libertad para que investigasen como les pareciera. Así, cuando terminé mis cursos de doctorado, pude dedicarme en el Senado a la lectura exhaustiva de la colección Gómez de Arteche sobre la Guerra de la Independencia. Mi impresión es que nadie la había utilizado antes.

P. Entonces despunta tu método, según el cual formulas tus propias hipótesis…

R. No tenía una doctrina establecida…

P. ¿De forma intuitiva, entonces?

El problema real es hoy que más allá del federalismo está la pretensión de construir un Estado independiente

R. Tenía un gran interés por la política. No por la política práctica, que no existía, sino por la política teórica. Empecé estudiando temas políticos, centrándome en el periodo posterior a 1808, cuando tiene lugar la guerra, pero también la revolución. En 1808 existían tres fuerzas políticas, obviamente no organizadas, pero sí consistentes: absolutistas, liberales y afrancesados. Pensé entonces en estudiar esa trilogía, empezando por lo más fácil, los afrancesados. Consulté también algunas fuentes francesas, y a pesar de la heterodoxia del tema, no tuve problemas. Un día leí en el periódico que Gregorio Marañón preparaba un estudio sobre la emigración a Francia de los afrancesados. Le visité y acabó escribiendo el prólogo para mi libro, que le interesó mucho. El libro se publicó en una edición preciosa de la Sociedad de Estudios y Publicaciones, y curiosamente al ver la luz es cuando surgieron los problemas. Me convocaron de la censura, pero la objeción para ellos era que Marañón en el prólogo se declaraba liberal. También se acusó al libro de defender a unos traidores. El blanco era siempre Marañón.

P. Y a fines de los cincuenta, tampoco tuvo problemas Los orígenes de la España contemporánea

R. No. Fue un libro que se leyó mucho. Era una obra más importante, el segundo panel del tríptico. A esas alturas no tuve interés en volver sobre el absolutismo.

P. José María Jover te recordaba siempre en una conferencia en la Universidad Menéndez Pelayo esgrimiendo un ejemplar de la Constitución de 1812.

R. Me acuerdo perfectamente. No fue una provocación, fue un lapsus, del que me di cuenta inmediatamente. Comencé a decir que juraban por la Constitución y rectifiqué: juraban sobre los evangelios.

P. ¿Eras consciente de que con tanto trabajo sobre el liberalismo estabas sentando las bases de una memoria histórica liberal?

R. Entonces todo se limitó a un prolongado debate, en las notas de los libros, con otro historiador, Suárez Verdaguer, crítico del liberalismo. A todo esto, en la prensa nada, si bien la discusión surtió efecto sobre los jóvenes historiadores.

P. Tu siguiente obra registra un giro, La España de Fernando VII no es solo historia política. Algún colega se asombró de que escribieras sobre historia militar.

R. Fue un encargo de la editorial, ya que la Historia de España de Menéndez Pidal se hallaba empantanada. Espasa me preguntó sobre el tema que prefería entre los aún sin cubrir y elegí este. Entonces me encontré con que el libro tenía que abrirse con la Guerra de la Independencia. El nombre me pareció correcto porque los que se levantaron allí, el pueblo, fueron quienes exigieron la guerra a los franceses por el secuestro de la familia real. Era la multitud en la calle, y por eso titulé un capítulo “La matanza de los capitanes generales”. La gente se echó a la calle con la imposición de declarar la guerra a Francia, allí donde había capitán general: unos la atendieron, otros no y fueron asesinados. Fue sorprendente.

P. Para tu análisis de la guerra, ¿utilizaste otras referencias?

R. Leí a Mao en francés, sobre todo, al Che, a los generales franceses. Como aprendiz de editor publiqué La conquista de China por Mao Tse Tung, pero fue un desastre: no se pueden hacer dos cosas a la vez.

P. Y en esa época, ¿cómo era la vida de un historiador?

Echo de menos un diccionario de significados, de las palabras. Para buscar las palabras, no la explicación de las palabras

R. Opulenta, no, pero era posible. Mejor que la actual. Estaba la Facultad, estaba el Consejo, publicaba alguna cosa “de pane lucrando”, críticas. Después de eso, gané la cátedra y me fui a Salamanca, donde tuve mi primera experiencia académica formal y seria. Tuve que pasar la prueba de dar Historia General de España en segundo de comunes. Fue una experiencia muy amarga, porque tenía que explicarles también Historia Universal a unos alumnos que ya habían cursado anteriormente Historia Universal. Entonces tomé una decisión drástica, sobre la base de que nada de lo que explicaba era importante; lo importante era explicar un programa distinto. De ahí surgieron los Textos fundamentales para la historia, divididos en 20 temas, todos ellos con contenido teórico, doctrinal, que permitía una exposición detenida a lo largo del curso. El libro fue mi gran éxito, con siete u ocho ediciones.

P. De ahí a estudiar los programas y partidos en la España contemporánea.

R. Fue un libro muy laborioso y me llevó mucho tiempo. Además los autores que lo citan, citan solo el segundo volumen, donde están reproducidos los programas.

P. Siguió una fase centrada en la historia constitucional.

R. Respondió a la exigencia de una nueva lectura de nuestra política constitucional. Fue en un curso de la March, donde planteé que todas las Constituciones del siglo XIX eran, en realidad, copias de la Constitución, que era la de 1837. Frente a la apariencia de evolución, se da una continuidad, con un control de las elecciones que acabó dejando al país sin experiencia política. Todo empieza en Cádiz. La Constitución de Cádiz es revolucionaria, da lugar a una monarquía parlamentaria. Pero ya en el trienio los liberales se tornan moderados, y sobre la base de la Revolución Francesa de 1830 proponen la monarquía constitucional, impuesta a partir del golpe de los sargentos de La Granja, con un rey que acepta la Constitución a cambio de controlar la práctica política. El Gobierno decide el resultado de las elecciones. Mi tesis, propuesta sin éxito, es que en la España del siglo XIX hay caciquismo, pero el verdadero cacique es el gobernador civil, que domina toda la provincia.

P. ¿Por qué decides volver hacia la monarquía hispánica del Antiguo Régimen?

R. Hay un momento en que me planteo cuál es la sociedad y cuál es el régimen político en los que tiene lugar la revolución. Hoy mi tema es la elaboración de un libro sobre la Revolución Francesa, partiendo de que hace tres cosas: acabar con la monarquía absoluta, con la forma de Estado francesa que conserva muchos rasgos del feudalismo —recordemos a Voltaire sobre la pluralidad de leyes—, y con la sociedad estamental. Luego el terror es el descrédito de la revolución. En el primer siglo XIX los revolucionarios no miran a Francia, sino a Cádiz, antes de que tenga lugar el tránsito de la monarquía parlamentaria a la constitucional.

P. El tema ya estuvo presente entonces y sigue vivo: ¿qué representa el federalismo? Muchos quieren ver en la federación un régimen más descentralizado.

R. En este punto, tengo yo dudas acerca de la sinceridad de quienes escriben, porque la gente debe saber que en el sistema federal, ejemplo el de Estados Unidos, quienes lo construyen se llaman federalistas y son en realidad unitarios; lo que quieren es la unión, utilizando para ello la bandera opuesta. La puesta en pie del federalismo, con figuras como el juez Marshall, refuerza esta línea, hasta la conversión del Tribunal Supremo en Tribunal Constitucional. El problema real es hoy que más allá del federalismo está la pretensión de construir un Estado independiente.

P. ¿Cómo te surgió la idea de abordar una Historia de la Ciencia?

R. Es un tema que me ha interesado siempre. Algunos me han llamado frívolo por esta inclinación a tratar cuestiones diferentes. Hablé con José Manuel Sánchez Ron, le hice llegar un folio de aire kantiano: prolegómenos para toda una historia de la ciencia. Lo aceptó y la obra se hizo.

P. ¿Qué temas querrías investigar ahora?

R. Histórico, ninguno. Hay una cosa que echo de menos, un diccionario de significados, de las palabras. Creo que hay que crear un diccionario para buscar las palabras, no la explicación de las palabras. El sistema debería partir de la creación de una base de datos y acceder a partir de “thesaurum”…

P. Y finalmente, para ponernos al día, ¿qué piensas del papel de la red?

Miguel Artola ríe y cuenta que su biografía en Wikipedia se abre con la mención de que fue fraile dominico, cosa absolutamente falsa. “No hay modo de quitarlo de ahí”, añade. En la medida en que el entrevistador, según la misma fuente, es seguidor político de Rosa Díez, no puede hacer otra cosa que confirmar su desconfianza.

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