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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Olla

En los mismos días del atentado de Boston, en una escuela de cocina de Barakaldo, estallaba también una olla a presión que hirió a varios alumnos

David Trueba
Atentado de Boston.
Atentado de Boston.

La resaca tras el atentado del maratón de Boston deja reacciones plenas del espíritu olímpico. La carrera tiene que continuar. Pero ¿acaso no continúa todo? Incluida la prisión ilegal de Guantánamo o el debate sobre las armas en Estados Unidos, que saboteó tan oportunamente la tragedia. Para quien duda de la bondad de las pistolas, se nos impuso la idea de que poseer armas es la garantía de supervivencia en un universo criminal, lleno de amenazantes lobos solitarios y radicales integristas. Las cifras reales de la amenaza importan un carajo. Si vieron el homenaje a George Bush apreciarían que las insignias con la letra W de su middle name lucían en las chaquetas de los invitados como estrellas de sheriff.

En los mismos días, en una escuela de cocina de Barakaldo, estallaba también una olla a presión que hirió a varios alumnos. La olla de cocina, similar a la empleada en los atentados de Boston, cobraba una actualidad mortífera. Habría que remontarse a los tiempos en que un comando de ETA fue desarticulado porque uno de sus miembros encargó 11 ollas exprés en una ferretería para encontrar otro momento en que este artefacto, cuya primera patente comercial apunta a un ciudadano de Zaragoza en los albores del siglo XX, gozara de tanta relevancia. Por suerte para nuestra cocina de urgencia nadie ha abierto el debate sobre su prohibición.

La celebración patriótica que siguió a la detención del criminal ya malherido, era coherente con el grado de alarma alcanzado. Sístole y diástole colectiva siguen funcionando a la perfección. También los grados de jerarquía entre los distintos emplazamientos geográficos donde sucede un atentado. En nuestra particular historia universal de la infamia televisada, la imagen de la carrera popular interrumpida por la explosión del palco de espectadores ya amuebla nuestra retina de por vida. Una y otra vez esa explosión ha sido exprimida por la televisión. No hay escándalo pese al abuso de la secuencia como fondo visual, porque finalmente sirve para un fin preciso, imponer una verdad, la de un mundo hostil al que combatir a sangre y fuego. La única verdad posible, la verdad que prolonga aquella del apóstol Tomás que sirvió para certificar, ya en la Biblia, que para creer no hay cosa mejor que ver.

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