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SILLÓN DE OREJAS

El vicio antiguo de los diccionarios

Los libros de referencia suelen ser obras altamente especializadas Los diccionarios de autor, algunos espléndidos clásicos, se siguen reeditando

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

Comparto con J. J. Millás, además de algunos estupendos recuerdos (les cuento uno: era de noche, Franco agonizaba, afuera sonaban histriónicas sirenas, y en el salón de un piso del barrio de la Guindalera el humo de los porros podía cortarse con un cuchillo, mientras Constantino Bértolo, Luismari Brox y él me helaban la sangre con la historia de Fresneda, un tipo anónimo de cuyo incómodo cadáver habían tenido que deshacerse), digo que comparto con él, además de recuerdos y estremecimientos, el vicio de las enciclopedias. Sí, ya sé: se trata de una especie en vías de extinción. Internet y, de modo especial, ese irregular milagro que es Wikipedia, les han dado la puntilla. A ningún editor en su sano juicio se le ocurre publicar hoy uno de aquellos monumentos de papel con los que, los que podían permitírselo, forraban los anaqueles de la estantería del cuarto de estar. Pero no siempre fue así. Se produjo en España, entre las nuevas clases medias surgidas en la relativa bonanza económica del tardofranquismo, una auténtica sed de enciclopedias y diccionarios: fue la edad de oro de los placistas —otra especie libresca hoy extinguida, como los copistas medievales—, aquellos esforzados comerciales que, en cuanto te descuidabas, te endosaban veinte tomos pagaderos en cómodas cuotas mensuales.

Sobrevino, incluso, una nostalgia de la Enciclopedia Espasa, hasta tal punto que su editorial —ya bajo el paraguas de Planeta— siguió haciendo buena caja durante los noventa a costa de vendérsela a quienes la habían hojeado en la biblioteca de familiares más pudientes: para muchos de los que la adquirieron cuando ya era un monumento pleistocénico y obsoleto (a pesar de los incómodos tomos anuales que pretendían ponerla al día) el Espasa constituía una marca de estatus que situaba simbólicamente a su propietario en el nivel de los triunfadores. Era como un tótem: quienes la poseían, eran dueños de todo el saber del mundo; y el saber, como se suponía antes de los e-books, ocupa lugar y confiere poder. Hoy los libros de referencia suelen ser, o bien obras altamente especializadas, o caprichosos diccionarios de autor, pero sigo interesándome por ellos. A veces se reedita algún clásico del género, como el estupendo Diccionario histórico y crítico (1697), de Pierre Bayle (KRK), de cuyo primer tomo ya me ocupé en esta página. O el muy audaz y libertario Diccionario de ateos (Laetoli) de Sylvain Maréchal (1750-1803), periodista enragé comprometido con el ala más radical de la Revolución Francesa, cuya obra constituye un increíble catálogo de citas en defensa de la causa de los “sin dios”. También se publican otros que me resultan menos satisfactorios: me pregunto, por ejemplo, cómo podría identificarme con el Pequeño diccionario de cinema para mitómanos amateurs (Impedimenta), de Miguel Cané (bellamente ilustrado por Ana Bustelo), si entre sus entradas no figura una dedicada a mi ídolo George Sanders (1906-1972), aquel sublime villano que puso fin a su vida en un hotel de Castelldefels dejando el compendio de notas de suicida más incontestable de toda la literatura del género: “Me voy porque me aburro. Creo que ya he vivido bastante. Os dejo con vuestras cuitas en este pozo séptico. Buena suerte”. En fin, como diría Millás.

Metapesadillas

Toda pesadilla tiene pre-texto. Por la tarde me había sumergido en un artículo del National Geographic —la única publicación materialista que leo de cabo a rabo— en el que se hablaba de los pros y contras de revivir especies extinguidas. Me interesó particularmente el hecho de que un equipo de investigadores hispano-franceses hubiera conseguido devolver a la vida, aunque fuera durante unos segundos, a Celia, última representante de la estirpe de los bucardos (capra pyrenaica pyrenaica), extinguida tres años antes. Recuerdo que antes de que me venciera el sueño bromeé acerca de la improbable posibilidad de revivir a personajes del pasado. A Franco, por ejemplo, sin ir más lejos del Valle de los Caídos. En mi pesadilla, Cristina Cifuentes, delegada del Gobierno en Madrid, teledirigía un ejército de drones (los mismos que surcan los cielos en Oblivion, la peli de Joseph Konsinski) para impedir que un grupo de unos mil manifestantes sitiara el Congreso y “atentara contra las altas instituciones del Estado”. La verdad es que el procedimiento sería mucho más eficaz (y, tras la inversión inicial, más barato) que enviar, como hizo la última vez, a un contingente de policías que casi iguala al de los “sitiadores”. Claro que, tal vez, el ostentoso despliegue se deba a que la delegada ha conseguido darle la vuelta a la vieja consigna “una persona, un voto” para convertirla en “una persona, un gendarme”, más apropiada a las ansiedades que viene expresando la derecha extrema ante la rampante protesta social.

Lo que está claro es que la literatura, el cine y el cómic siguen exhibiendo —felizmente— cualidades anticipatorias. En mi enloquecida pesadilla (tengo que contársela a mi psicoanalista) la cabeza descabezada, pero parlante, de Franco, “fijada a un tablero de cristal cuadrangular que se sostenía sobre cuatro elevadas y relucientes patas metálicas”, emitía las órdenes que la delegada transmitía a sus subordinados. La imagen debió sugerírsela a mi viciosa imaginación onírica la lectura de la novela de ciencia-ficción soviética La cabeza del profesor Dowell (Alba), de Aleksandr R. Beliáiev. Por cierto que el pobre Beliáiev murió de hambre en la ciudad de Pushkin, muy cerca de San Petersburgo, durante el asedio al que la sometieron los nazis en 1942. En cuanto a los “sitiadores” del Congreso, en mi pesadilla los imaginaba subsistiendo ocultos en el inframundo de La colmena (Mondadori), segundo volumen de la obra maestra del dibujante norteamericano Charles Burns, dominados por repugnantes seres de aspecto agusanado, de un solo ojo, aliento fétido y escasa afabilidad. Me despertó el ruido que hizo el National Geographic cuando se deslizó de la cama y cayó al suelo. Volví a la vida.

Walden

Tómense un respiro. Hay otros mundos posibles y (aún) podrían estar en este. Arrinconen los apotegmas del materialismo dialéctico y conviértanse por unos días en materialistas místicos, siéntanse cercanos a la naturaleza, conviertan su contenida (y a menudo santa) indignación en inteligente desobediencia civil. Respiren: imaginen que inhalan el aire fresco de los bosques de su infancia y expiran todo lo que les angustia: las desastrosas cifras de paro (12 millones de ojos que no paran de mirarnos), el fin del sueño europeo, los putos recortes, Cospedal. Dos estupendas editoriales independientes ponen a su alcance sendos tratados de saber-vivir, hoy más contemporáneos que nunca, compuestos por H. D. Thoreau, uno de los pensadores que más ha influido en el desarrollo de la cultura estadounidense. Errata Naturae ha publicado Walden (1854), su obra maestra, y Capitán Swing, una representativa selección de El diario (1837-1861) en el que el poeta y filósofo fue tomando notas de lo que veía y pensaba. Puro aire fresco.

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