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SILLÓN DE OREJAS

Por un escrache la mar de educado

El lenguaje distingue entre los que hacen "literatura" y los que escriben obras "literarias"

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

En uno de los apasionados debates que sostuvieron los jurados del Premio Formentor antes de conceder el galardón a Javier Marías por el conjunto de su obra, uno de ellos afirmó con desparpajo y facundia que, en su opinión, sólo podría considerarse “literatura” (comillas mías) menos del uno por ciento de los libros “literarios” que se publican. Y esos no siempre consiguen que su autor firme muchos ejemplares en cualquiera de los carnavales del libro, como los que se han celebrado esta misma semana. Contra lo que cabría esperar, el apotegma —propio más bien de un varón blanco muerto que de alguien que se baña en las omnipresentes y asépticas aguas del anticanon globalizado— no suscitó mayor escándalo entre los contertulios. Tengo la impresión de que, a lo sumo, los demás, tal vez dotados de más holgadas mangas críticas, habrían ampliado la nómina de los libros “literarios” hasta un dos o un tres por ciento de los que se publican como tales. De qué sea literatura y quién lo decide se habló poco, quizás porque entre todos se entendían, lo que no deja de ser un síntoma y una seña de identidad para un premio que empezó (allá en su prehistoria antifranquista) premiando a Beckett y a Borges, aunque lo hiciera —ay— ex aequo.

Y lo cierto es que, después de tantos años de vale todo y de preguntarse con mala conciencia quién es uno para decidir qué sea o no la literatura, se registra una cierta vuelta a los orígenes. Eso es lo que, a su modo, explora Terry Eagleton en El acontecimiento de la literatura (Península), que viene a ser un repaso crítico de lo que fue y no fue aquella “teoría literaria” que, en la marea del marxismo, el psicoanálisis, el posestructuralismo y la semiótica, se adueñó de las cátedras de humanidades de las universidades europeas y norteamericanas durante los años setenta y ochenta del novecento y que, posteriormente, fue arrinconada, junto con el izquierdismo posmayo, por un nuevo “cuarteto de preocupaciones”: el poscolonialismo, la multiculturalidad, los estudios de género y los estudios culturales. Eagleton está convencido de que, aunque en ciertos ámbitos académicos haya quien considera la “literatura” una construcción socialmente determinada, muchos lectores aún creen en su “acontecimiento” (event). De ahí su apelación al “sentido común” y su interés en trazar puentes entre la “teoría literaria” continental y la “filosofía de la literatura” anglosajona. Para Eagleton, a la vez marxista y furibundo crítico de los “nuevos ateos”, lo literario presenta algunas notas inequívocas, entre ellas el uso y exploración del lenguaje de modo autoconsciente, más allá de su función práctica o meramente comunicativa. Y es esa consideración del lenguaje lo que distinguiría, en mi opinión, a quienes hacen “literatura” y a quienes sólo pretenden escribir obras “literarias”. Sobre literatura y más específicamente sobre novela —“un género que considero en fase de extinción”, afirma— se explaya también Luis Goytisolo en su sugerente ensayo Naturaleza de la novela (Anagrama) en el que, además de repasar las características, historia y desarrollo del género, pone en guardia acerca del peligro que supone la posibilidad bien real de que la lectura de obras literariamente exigentes acabe considerándose algo obsoleto, y que “para darse uno por enterado se juzgue suficiente recurrir a las píldoras informáticas”.

Sobre literatura y más específicamente sobre novela se explaya Luis Goytisolo en 'Naturaleza de la novela'

Por último, y según me explican quienes ya la han leído, la Autobiografía de papel (Mondadori, el 9 de mayo en librerías), de Félix de Azúa, también explora parecidas o tangentes cuestiones desde la autoridad subjetiva de quien ha practicado (y en algunos casos dejado de hacerlo sin especial remordimiento) géneros literarios tan variados como la poesía, el ensayo, la novela o el periodismo. Yo nunca habría dicho, como pontifican los paratextos de su nuevo libro, que Azúa es “dueño de una intimidante lucidez” (¡glup!), pero sí que lo que dice suele decirlo con autoridad y conocimiento que no rehúyen el debate. Y que cada vez se atreve a decirlo más alto, por eso espero impaciente su libro.

Escrache

Mientras la extrema derecha tedetina (incluida la atrincherada en la emisora de la Conferencia Episcopal) despotrica contra los escraches ocasionales de los permanentemente acosados, humillados, ofendidos y desahuciados (“nazis”, se atreven a llamarlos los más pardos y gritones), me pregunto si no existirá una forma de escrache que pueda ser considerada aceptablemente educada. Claro que, quizás, todo resida en convencerse de que nadie es responsable de nada y de que todo se debe a la fatalidad de los mercados, que van a su aire como las catástrofes naturales o las ordalías arbitrarias e inextricables del Dios de Isaías. Ese escrache educado nada tendría que ver, desde luego, con lanzar a gritos consignas bajo ventanas domésticas donde quizás duerma el inocente párvulo del político insensible o del empresario sin escrúpulos. Nada que ver, tampoco, con aquellas antiquísimas y obsoletas ocupaciones de tierras o, más tarde, de fábricas: nada de atentar contra la propiedad privada, aunque sea intolerablemente muchísima, y en cuyos orígenes, como pensaba Balzac antes de Marx, quizás haya un crimen primordial.

Roger-Pol Droit nos propone en su último libro algunos juegos para "recobrar el asombro"

En los periodos en que se agudiza la lucha de clases (sí, queridos, ya ven: de vez en cuando la historia da la razón al “progresismo trasnochado”), los que no lo pasan bien deben afilar su imaginación reivindicativa, de manera que deberíamos ponernos en serio a pensar formas de protesta que no molesten, aunque sea a costa de que no protesten de nada. Seguro que existe alguna. Ya puestos, habría que pensar en manifas que no manifestaran ninguna cosa —alguien podría sentirse acosado— o en consignas que nada consignaran. Mientras las busco, me entretengo leyendo Pequeñas experiencias de filosofía entre amigos (Paidós), de Roger-Pol Droit, un pensador amable y optimista (aunque versado en Schopenhauer) convencido desde siempre de que la filosofía reside en los detalles, en los hechos de apariencia insignificante. RPD nos propone en su último libro algunos juegos para “recobrar el asombro”, esa disposición demasiado humana que provoca y estimula el pensar filosófico y sólo ante la cual, como diría Heidegger, se abre el ser del ente. Uno de los juegos que el filósofo nos propone es “hacer una guarrada”, es decir, establecer una nómina personal de las cosas que nos parecen más cochinas (especialmente las relacionadas con fluidos corporales) y atreverse luego a llevar alguna de ellas a la práctica, para, de ese modo, “experimentar apego personal, intenso o débil, a la frontera establecida en el interior de uno mismo”. Me pregunto si los que desahucian o mandan hacerlo no estarán también jugando a filósofos principiantes y aprendiendo a establecer los límites de sus tragaderas a partir de esa forma de guarrada social que es el desahucio, una modalidad de escrache ampliamente tolerada (aunque entre los desahuciados haya también inocentes párvulos durmiendo). Ya ven, todo puede servir para hacer filosofía. Hasta las mayores cochinadas.

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